Capitulo IX: La peor cita de la
historia
No me gusta que me obliguen a hacer cosas ni que me den
órdenes.
Creo que eso anula mi personalidad.
Quizás podréis pensar que exagero con respecto a esta
primera frase, sobre todo porque a ningún niño pequeño le gusta que le obliguen
a hacer cosas pero yo no hablo por eso.
La explicación a esto tiene algo (Es decir, todo) que ver
con mi anterior pareja. No Paul, el anterior; Michael.
Otro fracaso.
Michael, al contrario que Paul no me fue infiel (al menos
que yo supiese). Sin embargo, tampoco era el novio ideal ya que era muy celoso
de su intimidad y controlador; consigo y conmigo.
Fue mi primer novio y por eso, obedecía a todo lo que me
decía y me comporté como una perfecta novia complaciente e idólatra hasta el punto
de que terminó por anularme por completo y hacer que terminara por perder mi
propia personalidad.
Si, tengo un olfato infalible para elegir a mis parejas.
Afortunadamente, recobré la consciencia y fui yo quien puso
punto y final a esa relación insana y nada favorable para mí. Desde ese
momento, decidí que ninguna de mis parejas me obligaría a realizar cosas que no
quería hacer por mucho que la quisiese.
Ya había sufrido demasiado y me había costado mucho salir de
aquel círculo vicioso, así que nunca jamás.
¿Entendéis ahora por qué no quería ir a la supuesta cita con
Dash?
Claro que Dash no tenía absolutamente ni idea de la
existencia de Michael ni su trato conmigo así que, lo menos que debía hacer
allí era presentarme allí, explicarle mi historia y que él se sintiera fatal
por haber actuado de esa manera.
“Se lo
merecía” pensé, furiosa.
Por eso decidí ir.
Pero dado que no lo consideraba una cita real, salí
directamente desde el trabajo y ni siquiera me arreglé demasiado, tampoco me
cambié de ropa. No penséis que salí vestida de una manera particular o
especialmente llamativa porque siempre llevo una bata de científica, aunque no
le encuentro ningún sentido ni relación a mi atuendo.
Al llegar allí me
arrepentí inmediatamente de mi decisión.
Nunca había estado en The Rizzoli’s y mi error fue no haber
cotilleado en Internet acerca del sitio. (Ya sabéis por qué no lo hice) Si lo
hubiera hecho, hubiera descubierto que The Rizzoli’s era uno de los
restaurantes italianos con mayor prestigio de la ciudad. O en otras palabras,
muy caro y apto para personas con un vestuario elegante.
En ningún caso para una persona vestida con vaqueros, botas
de tiro alto y sin tacón, una camiseta con un estampado vintage de París, una
rebeca de color turquesa y un enorme bolso repleto de cosas.
De hecho, ese mismo vestuario elegante era el que tenía la
inmensa mayoría de las personas que estaban cenando allí esa noche, Dash
incluido.
“¿Por
qué demonios me ha traído a un sitio así?” me pregunté.
Dash hizo amago de venir a por mí, pero con un sutil gesto de la mano le indiqué que no lo
hiciera. Me hizo caso y se quedó esperándome de pie junto a la silla. Fue a
apartármela en un gesto típicamente de buena educación de lord inglés (mi
prototipo de hombre para casarme si alguna vez lo hacía. Y digo lord inglés
porque es el único hombre que había visto en películas que hacía ese tipo de
gestos educados y caballerosos porque en mi caso nada de eso ocurrió con mis
exnovios) pero yo se la aparté de un manotazo y me senté en la silla de forma
nada protocolaria.
-
Estás enfadada – anunció, cuando se
sentó.
-
Muy listo – respondí, irónica.
-
¿Por qué? – preguntó.
-
Porque no me gusta ser segundo plato de
nadie – respondí, simplemente.
-
Tú no eres segundo plato – aseguró.
-
Me pediste una cita después de
pedírsela a Stacy – le recordé.
-
Porque tú me obligaste a pedírsela
primero – me echó en cara.
-
Vi vuestro lenguaje corporal y estaba
claro que teníais una conexión – expliqué.
-
Ambos somos matemáticos y trabajamos en
el mismo sitio, es obvio que tenemos cosas en común – me dijo.
-
Tampoco me gusta que me usen como cebo
para dar celos. Las mujeres somos vengativas y maquiavélicas – le informé.
-
¿Incluida tú? – me preguntó,
conteniéndose la risa.
-
Especialmente yo – aseguré.
-
Lo tendré presente para la próxima vez
– se recordó a sí misma.
-
¿Qué próxima vez? – pregunté, enfadada.
- ¡No habrá próxima vez! – exclamé, pensando muy y mucho si golpear la mesa o
no.
-
¿Por qué no? – preguntó, comprensivo el
lugar de enfadado.
-
Porque…porque… ¡porque esto es una
farsa! – protesté.
-
Yo lo llamaría cita – me susurró,
condescendiente.
-
¡Ah no! – exclamé, levantando el dedo a
modo de advertencia. - ¡Desde luego que esto sí que no es una cita! – añadí.
-
Pues lo parece – replicó él.
-
Pero no lo es, tu y yo somos amigos –
expliqué. – Colegas de historia o de museos si te parece mejor – añadí,
pronunciando con desprecio esa denominación de ambos que tan poco me gustaba –
Pero no amantes ni personas que tienen citas – recalqué. – Tú tienes a todas
las mujeres que quieras sobre todo desde que conoces a Harry LeBlanc y yo no
tengo citas desde que…bueno, ya sabes por qué.
-
Pues es una lástima – se quejó. – Y
además, estás equivocada porque yo sí quiero tener una cita contigo – añadió,
con autosuficiencia.
-
¡Y dale con la palabra cita! – exclamé,
sacudiendo la cabeza, bufé. - ¿Por qué no puedes llamarlo simplemente como lo
que es? – le pregunté. - ¡Una simple cena! – expliqué.
-
¡Porque no es eso lo que quiero
Georgiana! – exclamó él, contagiado de mi mal humor,
-
Mira que eres terco – le acusé.
-
La terquedad parece que es un rasgo
común – nos acusó.
-
Como broma no tiene gracia, Chandler –
le acusé.
-
¿Tanto te cuesta entender el hecho de
que esto no es una broma para mí? – me pregunté.
Pudimos continuar con nuestra discusión bizantina
eternamente. E incluso el camarero vino a atendernos para sugerirnos un vino
pensando que si quizás bebíamos, nos convertiríamos en dos borrachos
amorosos…pero nada.
Sin embargo, para mí la discusión llegó al final cuando algo
llamó mi atención.
Un algo que en realidad era una persona.
Un hombre si concretamos mucho más
“Y
…¡qué hombre!” pensé, incapaz de creer que existiera un hombre tan
atractivo en el mundo.
Desde el mismo momento en que entró en mi campo de visión,
se me cortó la respiración de lo bueno que estaba.
Además, sorprendentemente, yo también estaba en su campo de
visión e, inexplicablemente para mí, le gusté porque se dirigió con decisión
hacia nuestra mesa.
Tragué saliva porque, a medida que se acercaba a mí, me
parecía mucho más atractivo: alto, ojos azules, piel color olivácea, pelo negro
a la altura de las orejas con un ligero toque despeinado; como a mí me gustaba.
Lo único que quizás chocaba era su nariz pero… a mí me gustaban las narices
aquilinas, me recordaban a las narices inteligentes del Renacimiento.
Para rematar el conjunto tenía un cuerpo atlético y fuerte.
O sea, que iba al gimnasio.
“Lástima
que no fuese al mío” me quejé.
Comenzó a andar con decisión por el restaurante, como si
fuera suyo y mirando en todas direcciones. Al llegar a nuestra altura se paró,
cogió una silla de la mesa de al lado que estaba desocupada y se sentó con
nosotros.
“¿Realmente
era el dueño del lugar?” me pregunté, incapaz de creer que fuera
tan perfecto y adecuado para mí.
Y entonces… me dio la espalda.
Se giró en dirección opuesta a mí y… comenzó a hablar con
Dash.
Mi ego de diosa sexy del amor se destruyó en mil pedacitos
como cuando se te cae un vaso desde lo alto de la encimera.
No se había para por mí. Es más, ni siquiera había reparado
en mi presencia allí. Todo era por Dash.
¿Sería gay?
“No.
Seguro que no es gay” pensé. “No vas muy de diosa sexy del amor y por eso no se ha fijado en ti” añadí,
para autoconvencerme.
Al momento, cambié mi estado de depresión por completo y me
centré en lo positivo: eran amigos y por consiguiente, aún no había perdido
todas mis oportunidades para conocernos.
Al fin y al cabo, la inmensa mayoría de las parejas que
conocía se habían formado porque tenían amigos comunes. Y dado que había sido
idea de Dash haberme hecho pasar por este suplicio, no se me ocurría manera
mejor para resarcirse que, presentarme al nuevo hombre de mi vida.
Ignorada, aproveché la situación para escuchar su
conversación. No obstante, era lo único que podía hacer en este caso ya que,
estaba segura de que aunque sacara bengalas y un megáfono, ni siquiera eso
lograría que centraran su atención en mí.
Así fue como me enteré de que se llamaba Marco, de que eran
amigos desde la universidad porque habían compartido cuarto y de que el
hombretón era médico.
“¡Vaya!
Así que no todos los médicos que están buenorros salen en Anatomía de Grey” pensé,
dándole un más que aprobado mental mientras pensaba en el doctor Mark Sloan[1],
mi favorito de todos los que habían salido en ella.
No era el dueño del restaurante pero casi, ya que la dueña
del local era su hermana. No me enteré muy bien si era un negocio familiar o no
porque hablaban muy muy bajito para que mi oído captara la conversación.
Estábamos en un restaurante italiano y su hermana era la dueña. Como diría Descartes,
ergo él es italiano.
Italiano.
Pudo ser perfectamente que sucediera debido a los sucesivos
lavados con la lavadora y la secadora pero… yo juraría que el motivo que
provocó que las goma elástica de mis braguitas de Indiana Jones (Sí, yo me
llevo el trabajo a todas partes) se estirase ligeramente fue el descubrimiento
de su nacionalidad.
No quise emocionarme antes de lo debido y por eso, agudicé
el oído ligeramente para descubrir por mí misma si lo tenía o no. Y cuando digo
agudicé el oído me refiero a levantarme de mi asiento y situarme casi pegada a
él imitando su postura corporal para escucharle mejor.
Efectivamente, ahí estaba su acento.
No lo tenía muy marcado porque seguramente llevaría mucho
tiempo aquí pero estar estaba. Rápidamente, volví a sentarme en mi asiento, no
fuera que se girase en ese momento y me descubriera en tan inusual postura, la
cual sería muy difícil de explicar de manera convincente.
Italiano sin lugar a dudas.
“¡ITALIANOOOOOOOOO!”
grité
en mi mente mientras me imaginaba a una mini yo, desatada, corriendo como una
posesa y celebrando el descubrimiento de esta información como un futbolista
cuando gana la Champions League, un jugador de rugby cuando gana la Super Bowl
o un jugador de baloncesto cuando gana la NBA juntos.
Supongo que ese entusiasmo mental se trasladó a mi cuerpo y
por eso, cuando me quise dar cuenta, ya había comenzado a dar pequeños botes de
alegría en mi asiento. Aunque para ser sinceros, no fueron unos botes de
alegría propiamente dichos porque estábamos en un lugar elegante y no quería
llamar en exceso la atención con mi comportamiento. Así que frené y contuve mi
entusiasmo de tal manera que, cualquier observador ajeno a la escena pensó que
estaba intentando sacar mi ropa interior de la raja del culo de manera disimulada
sin tener que levantarme e ir al baño para hacerlo allí de tan erráticos como
eran mis movimientos.
Llamadme chiflada pero, del mismo modo que gracias al señor
Darcy estaba convencida que mi prototipo de hombre ideal sería un lord inglés
contemporáneo (sin escándalos ni borracheras incluidas) creía que los italianos
eran los segundos hombres más atractivos de Europa, sobre todo por su acento y
por eso, no me importaría que falta de lores ingleses, un italiano de pura cepa
me llevase a casa de sua mamma a
comer tortellini .
Pero este no me hablaba ni me miraba.
“¡Para
una vez que me intereso en un hombre!” protesté. “No vuelvo” decidí, bufando.
Rellené mi copa.
Iba a ser cierto que el consumo de alcohol se disparaba en
aquellos momentos de depresión y en aquellos eventos donde no se tenía nada
mejor que hacer al saberse ignorado.
Llegados este punto he de confesaros algo. Muchos creeréis
que por mi profesión de historiadora y restauradora de artefactos y cachivaches
varios, tengo un dominio total con mis habilidades manuales pero… nada más
lejos de la realidad. Lo cierto es que soy bastante patosa y manazas.
¿Cómo es posible? Os preguntaréis.
Para mí es bien sencillo, creo que concentro todas mis
habilidades durante mi jornada laboral y por eso, fuera de dicho horario de
trabajo, vuelvo a mis orígenes desastrosos. Ese fue el motivo por el cual
cuando coloqué la botella de vino en la mesa tras rellenarme la copa, caí sin
querer (puede que el motivo fuera el exceso de cubiertos inútiles allí
colocados) una de las copas de la mesa (afortunadamente, una de las vacías).
Copa que comenzó a rodar.
Pude cogerla sí, pero me había quedado paralizada y tan solo
pude cerrar los ojos, como aviso del desastre que se avecinaba.
Esperé escuchar el sonido de los cristales romperse pero ese
sonido nunca se produjo.
¿Por qué?
Porque antes de que ocurriese el desastre, Marco se giró en
mi dirección y la cogió con dos dedos.
Fue una verdadera suerte que tuviera unos buenos y rápidos
reflejos, aunque para mí lo más importante de toda la situación fue que… me
descubrió a mí allí sentada.
“¡Por fin!” exclamé
mentalmente. Y mi mini yo mental, se vistió de sacerdotisa, se arrodilló y
comenzó a dar gracias por el giro de acontecimientos.
Marco me miró intensamente y sin disimularlo lo más mínimo.
Me miró como si sus ojos tuvieran los mismos rayos X de los
aparatos de hacer radiografías que probablemente realizaría a diario en el
hospital o clínica donde trabajaba.
Mi temperatura corporal comenzó a subir poco a poco pero se
disparó cuando vi que había chispas en sus ojos.
Chispas en sus ojos. Pero no por rabia o enfado, sino por un
motivo mucho mejor: yo.
Unas chispas que significaban que me había dado su
aprobación (con muy buena nota además)
“¡Chispas en sus ojos
por mí!” exclamé. Y mini yo mental comenzó a bailar una danza tribal
africana de celebración al compás de la banda sonora de Nueve semanas y media[2]
y yo tuve que utilizar todo mi autocontrol para no volver a dar saltos en la
silla.
-
Gracias – dije, quitándole la copa de
la mano para que viera que era una mujer con iniciativa.
-
Ciao –
me
dijo sonriéndome, aumentando su atractivo.
-
Hola – respondí sonriente también (era
la única manera de disimular el suspiro que se me había escapado) sin parecer
muy estúpida.
-
¿Has estado aquí todo el tiempo? – me
preguntó boquiabierto. Asentí y aunque no hubiera sido cierto, también hubiera
dicho que sí para conseguir su arrepentimiento. - ¡Perdóname! – exclamó,
besándome la mano. – Mi madre me mataría por semejante descortesía – añadió,
con su boca a escasos centímetros de mi mano, provocando que tuviera
escalofríos. – Soy Marco, por cierto – dijo, ofreciéndome su mano esta vez.
-
Georgiana – dije, apretándosela
-
Un verdadero placer – afirmó, mientras
asentía y me daba un nuevo repaso. – Dash, no me habías dicho que tenías una
compañera de trabajo tan atractiva – añadió, volviéndose en su dirección por
primera vez desde que me había descubierto.
Un alivio para mí,
porque yo me había puesto colorada por el cumplido. Hasta que me di cuenta que
me había llamado matemática, una ofensa muy grave para mí.
-
¿Matemática yo? – pregunté horrorizada
y algo asqueada por esa posibilidad. - ¡Uy no! – exclamé, negando con la
cabeza.
-
¿No trabajas en el laboratorio de
matemáticas de su universidad? – preguntó extrañado. Negué con la cabeza
repetidas veces. – Y entonces ¿a qué te dedicas? - me preguntó, frunciendo el
entrecejo. – Y no me digas que a nada porque eres inteligente – advirtió.
“¿Inteligente?”
me
pregunté con extrañeza y torciendo los ojos hacia el interior, como aquellas
personas que quieren verse la punta de su nariz. “¿Cómo sabes que soy inteligente?” le pregunté, mentalmente eso sí.
-
Tus ojos revelan inteligencia además de
ser preciosos – respondió.
Suspiré de nuevo y esta vez ni me molesté en disimular.
Era un cumplido raro, sí.
Quizás era un cumplido muy popular en el gremio de la
medicina, pero yo era la primera vez que lo recibía. Y un cumplido siempre era
un cumplido. Y, desacostumbrada como estaba a recibir cumplidos y palabras
bonitas que no fueran de Dash con clara intencionalidad de amistad y/o
fraternidad que… me encantó.
Volví a sonreírle y, sin darme cuenta, comencé a agitar mis
pestañas y a atusarme el pelo; gestos clarísimos e inequívocos de flirteo.
Regresé a la realidad y a mi antigua yo en ese preciso
instante.
Detuve los gestos que estaba haciendo de manera brusca. Tan
brusca que me quedé con el brazo a media altura y tuve que fingir unos
estiramientos para que ellos no me mirasen como si estuviera como un auténtico
cencerro.
Tuve que hacerlo porque yo no flirteaba.
Yo no flirteaba con hombres por la sencilla razón de que no
estaba interesada en ellos. Por mucha apariencia de dios del sexo de anuncio de
Paco Rabanne Victorius que estos tuviesen.
Los hombres eran unos mentirosos y todos ocultaban dolorosos
secretos. Al menos con los que yo me involucraba mentalmente, así que de eso
nada. No de nuevo.
Me di de bofetadas mentales y se despejaron y desaparecieron
cualquier síntoma de obnubilación que pudiera tener para con él. Y sí, mi mini
yo mental se vistió de viuda plañidera.
-
Yo soy historiadora – expliqué.
Apoyando mi espalda en el respaldo de la silla. – Especializada en hstoria
antigua y con un máster en restauración – añadí, con el mismo monótono tono de
voz que usaba cuando quería aburrir a los asistentes al museo que llegaban a
última hora y quería irme pronto a casa.
No funcionó.
-
¡Qué casualidad! – exclamó Marco. – Mi
familia proviene de Italia y yo mismo tengo la doble nacionalidad – explicó.
“Lo
sé” pensé, avergonzada de mi comportamiento de espía de
pacotilla que había tenido momentos antes.
-
No, pero suena a italiano – respondí
con sinceridad encogiéndome de hombros.
- ¿Es que eres millonario para tener dos casas? – le pregunté.
-
Soy médico general – explicó,
sonriéndome de nuevo. – Y la casa de Ciampino no es solo mía, es de la familia
en general – añadió.
-
Y por casualidad, esa casa familiar de
Ciampino no estará cerca de Roma ¿verdad? – quise saber.
-
A menos de 19 kilómetros de la cittá – me informó.
Mi mandíbula se desencajó de tanto como la abrí.
De hecho, si no hubiese ido regularmente al dentista los
meses anteriores, Marco podría haber visto mis picaduras de los dientes y no
mis empastes como seguramente estaría viendo en ese instante (unos empastes
que, todo sea dicho quedan mucho más disimulados)
Este hombre cumplía más requisitos de idoneidad como novio
definitivo y/o marido de lo que había imaginado en un principio. Mi mini yo
mental, se vistió rápidamente con ropas normales y creo que ese fue el motivo
por el cual, a pesar de lo que pensaba de los hombres y de la decisión que
había tomado escasos momentos antes, me vi a mí misma diciéndole en un
clarísimo tono de flirteo:
-
¡Ay! Visitar Roma está dentro de mis
planes de futuro –
-
Yo tengo casa allí y estaría encantado
de que fueras mi guía turística – explicó, guiñándome un ojo.
Me ruboricé y desvié la mirada.
En parte lo hice por la falta de costumbre a que me trataran
bien en una relación, aunque también lo hice porque en el mismo momento en que
mencionó lo de las visitas guiadas por Roma, mi mente conjuró imágenes de ambos
paseando por las calles de la ciudad eterna en las que yo iba elegante y súper
estilosa como una de esas famosas súper chic
que aparecían en las revistas con un sombrero de ala ancha y un vestido
blanco idéntico al que Diane Lane llevaba cuando descubrió su feminidad en Bajo el sol de la Toscana. Conjuntaba mi
atuendo unas gafas de sol negras de estilo Audrey Hepburn y unos enormes
tacones rojos, que sí, cierto que no eran los zapatos más cómodos para hacer
turismo pero eran los más divinos.
Se produjo un silencio incómodo en la mesa. Tan intenso que
hizo titilar la llama de la vela, aunque si me preguntáis a mí yo creo que el
motivo por el cual titilaba la vela era por la intensidad con la que Marco me
miraba; como si fuera la mujer más bella e interesante de todo el salón.
Nada más lejos de la realidad, ya que yo era perfectamente
consciente del status que ocupaba dentro de la categoría de mujeres sentadas en
ese salón. De ahí que, por incomodidad, rehuyese su mirada.
¿Y Dash?
Dash parecía más cerca de ser una estatua o un autómata que
una persona de carne y hueso. Incluso podría pasar como pare de la decoración
del restaurante de tan quieto y callado como estaba.
-
¿Cómo es posible que una chica como tú
conozca a un chico como él? – me preguntó, ignorándolo deliberadamente.
-
Georgiana y yo somos amigos – respondió
Dash, volviendo a la vida.
-
Colegas de historia – puntualicé,
usando la misma denominación que él había utilizado días atrás para referirse a
nosotros.
-
Un momento ¿esta es Georgiana? –
preguntó, señalando y encuadrándome como si fuera una obra de arte. Dash
asintió, con tranquilidad. - ¿Por esta mujer es por la que usabas esos
ridículos disfraces? – quiso saber. Dash
volvió a asentir.
Eso sí, pasado un tiempo y a regañadientes.
-
Ahora lo entiendo todo mucho mejor –
murmuró. - ¿Puedo unirme a vosotros la próxima vez que hagáis una quedada de
amigos de la historia? – me preguntó, como si fuera un perrito pachón triste.
Obvié el hecho y las palabras en las que Marco decía que
Dash estaba hablando de mí con sus amigos a mi espalda y tan solo me concentré
en el hecho de que el doctor buenorro quería acompañarnos en nuestras visitas a
los museos.
“Eso
sí que sería un salto de calidad” pensé con satisfacción.
-
¡A ti no te gusta la historia! –
protestó Dash.
-
Pero me gusta aprender cosas nuevas y
estar en compañía de mujeres hermosas – respondió, alzando las cejas de forma
insinuante para mí.
-
No hay relación entre la medicina y la
historia – replicó Dash.
-
Ahí te equivocas Dash – pude decir
finalmente. – Grandes inventos relacionados con la medicina se consideran
también grandes inventos de la historia – añadí.
Juro que no quise hacerlo pero, involuntariamente, carraspeé
y comencé a enumerar:
-
La penicilina[4],
la anestesia[5],
los rayos X[6],
las vacunas[7],
el gran Pasteur[8],
las prótesis nasales que se inventaron para que no se notasen los estragos que
causaba la sífilis y que se sujetaban con un lazo[9],
el mar de amor que Antíoco sentía por Estratonice y que trató el médico
Erasistrato[10] y
eso por no hablar de los guantes quirúrgicos – le recordé, recordándole la
pequeña historia secreta que él y yo habíamos compartido.
-
Podría estar escuchándote todo el día –
dijo mirándome con la boca abierta y, suspirando. – Sigue por favor – me pidió.
El se rellenó la copa de vino y lo probó.
-
¡Umm! – exclamó, relamiéndose los
labios. - ¿Un Frusinante? [11]-
preguntó extrañado. – Es el mejor vino del restaurante – me explicó. – Solo
reservado para las ocasiones especiales – susurró, cómplice.
Miré a Dash extrañada.
“¿Por
qué demonios ha escogido este vino precisamente?” le
pregunté, con los ojos entrecerrados.
-
Un momento, no estaré interrumpiendo
nada ¿verdad? – preguntó, señalándonos a ambos.
-
No – respondí, de inmediato.
-
Tu inteligencia me sorprende – replicó,
Dash con ironía.
-
¿Esto es una especie de cita romántica?
– me preguntó. Y antes de que yo respondiera, añadió: - No te ofendas pero…no
vas vestida como para una cita – explicó, tragando saliva, incómodo.
-
Es solo una cena – le tranquilicé.
-
Pero podría convertirse en una cita en
cuanto te marches – sentenció Dash.
-
¿Me estás echando? – preguntó Marco,
boquiabierto.
-
Sí, márchate, ciao, arrivederci… ¡Largo! – ordenó, señalando la puerta.
-
¿Estás de mal humor? – le preguntó,
divertido, tocándole la frente. - ¿Te ha venido la regla? – añadió,
riéndose. Y sí, sé que el chiste y la
broma eran muy malos y no tenían gracia
pero… yo acabé riéndome disimuladamente también.
-
¡Que te vayas! – gruñó.
-
¡Vale, vale! – exclamó, levantando las
palmas y poniéndose en pie. – Sé cuando pillar una indirecta, amigo – y
pronunció la palabra amigo con ironía. Se bebió la copa de vino de un trago. –
Un placer conocerte Georgiana – me dijo.
Y se marchó.
Con todo su estilo, su atractivo, su encanto y su acento
italiano.
Dash suspiró.
-
Ahora ya podemos relajarnos y volver a
lo que nos ocupa – me explicó.
Llamó al camarero.
-
¿En serio? – le pregunté, incrédula. -
¿Crees que voy a quedarme aquí después de cómo te has comportado y de la
vergüenza que me has hecho pasar? – añadí. – No me conoces en absoluto Dash –
añadí, con la voz cargada de odio y desprecio en mi tono de voz.
Me puse en pie.
-
¿Te marchas? – me preguntó,
boquiabierto y con los ojos desorbitados.
-
Pero ¡por supuesto! – exclamé.
-
Pero… ¡si aún no hemos pedido la cena!
– exclamó, desesperado y con un argumento bastante pobre a mi entender.
-
Disfrútala tú, a mí se me ha quitado el
hambre – repliqué.
[1]
Mark Sloan: Uno de los doctores de
la serie Anatomía de Grey que es interpretado por el actor Eric Dane. Aparece
en la serie desde la segunda hasta la novena temporada.
[3]
Ciampino: Pequeño pueblo de la
provincia del Lacio romana que se sitúa a 15 kilómetros de Roma y que es muy
conocido por su aeropuerto.
[4]
Penicilina: Es un tipo de
antibióticos que fueron los primeros empleados en la medicina. Su
descubrimiento se atribuye a Alexander Fleming
[5]
Anestesia: Es un acto médico
controlado en el que usan fármacos para bloquear la sensibilidad táctil y
dolorosa de un paciente, en partes o en todo su cuerpo y con la opción de que
el paciente esté o no consciente. Existen varios tipos y aunque hay una serie
larga de precedentes, se considera a Crawford W. Long el pionero en su uso.
[6]
Rayos X: Es una denominación para
referirse a una radiación electromagnética invisible para el ojo humano, capaz
de atravesar cuerpos opacos y de imprimirse en películas fotográficas. Su
descubrimiento se atribuye a Wilheim Conrad Röntgen.
[7]
Vacunas: Son un preparado de
antígenos que una vez dentro de organismo, su reacción provoca anticuerpos y
una respuesta defensa de microorganismos. La primera vacuna descubierta fue la
usada para combatir la viruela por Edward Jenner en 1796 y debe su nombre al
hecho de que las ordeñadoras de vacas de la época que estaban en contacto con
la viruela de vaca, la cual era menos patógena hacía que esas personas fueran
inmunes y no contrajesen la viruela humana.
[8]
Louis Pasteur: Aunque es conocido
por la pasteurización, también es conocido por sus avances en campos como el de
la vacunación contra la rabia, los
antibióticos, la esterilización y la higiene como métodos de cura y prevención
de propagación de enfermedades infecciosas.
[9]
Máscaras contra la sífilis: La
pérdida de la nariz era una de las secuelas más comunes de la sífilis en el
siglo XIX. Era una deformidad tan frecuente que se inventó una “prótesis”
específica con motivos estéticos.
[10]
Erasístrato: Médico griego entre los
siglos IV – III a. C. Se le considera uno de los fundadores de la Escuela de
Medicina de Alejandría. Se sabe que practicó la disección y que realizó
importantes descubrimientos anatómicos y fisiológicos sobre el sistema
circulatorio y el sistema nervioso.
Y también hay quienes lo consideran el pionero de la
psicoterapia porque uno de sus muchos pacientes fue Antíoco, hijo de Seleuco
(uno de los generales de Alejandro Magno) quien cayó gravemente enfermo. Fue
Erasístrato quien se dio cuenta de que, cuando Estratónice (una de las esposas de
su padre) entraba en la habitación del enfermo, éste enrojecía y se le
aceleraba el pulso y por tanto dedujo que era una enfermedad más mental que
somática que se incrementaba por el amor y la pasión que Antíoco sentía por su
madrastra.
[11]
Frusinante: Vino blanco seco de
color amarillo tendiendo al verde caracterizado por un perfume vivaz y afrutado
y un sabor intenso y seco.
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