viernes, 19 de diciembre de 2014

Georgiana capitulo 8

Capitulo IX: La peor cita de la historia
No me gusta que me obliguen a hacer cosas ni que me den órdenes.
Creo que eso anula mi personalidad.
Quizás podréis pensar que exagero con respecto a esta primera frase, sobre todo porque a ningún niño pequeño le gusta que le obliguen a hacer cosas pero yo no hablo por eso.
La explicación a esto tiene algo (Es decir, todo) que ver con mi anterior pareja. No Paul, el anterior; Michael.
Otro fracaso.
Michael, al contrario que Paul no me fue infiel (al menos que yo supiese). Sin embargo, tampoco era el novio ideal ya que era muy celoso de su intimidad y controlador; consigo y conmigo.
Fue mi primer novio y por eso, obedecía a todo lo que me decía y me comporté como una perfecta novia complaciente e idólatra hasta el punto de que terminó por anularme por completo y hacer que terminara por perder mi propia personalidad.
Si, tengo un olfato infalible para elegir a mis parejas.
Afortunadamente, recobré la consciencia y fui yo quien puso punto y final a esa relación insana y nada favorable para mí. Desde ese momento, decidí que ninguna de mis parejas me obligaría a realizar cosas que no quería hacer por mucho que la quisiese.
Ya había sufrido demasiado y me había costado mucho salir de aquel círculo vicioso, así que nunca jamás.
¿Entendéis ahora por qué no quería ir a la supuesta cita con Dash?
Claro que Dash no tenía absolutamente ni idea de la existencia de Michael ni su trato conmigo así que, lo menos que debía hacer allí era presentarme allí, explicarle mi historia y que él se sintiera fatal por haber actuado de esa manera.
“Se lo merecía” pensé, furiosa.
Por eso decidí ir.
Pero dado que no lo consideraba una cita real, salí directamente desde el trabajo y ni siquiera me arreglé demasiado, tampoco me cambié de ropa. No penséis que salí vestida de una manera particular o especialmente llamativa porque siempre llevo una bata de científica, aunque no le encuentro ningún sentido ni relación a mi atuendo.
 Al llegar allí me arrepentí inmediatamente de mi decisión.
Nunca había estado en The Rizzoli’s y mi error fue no haber cotilleado en Internet acerca del sitio. (Ya sabéis por qué no lo hice) Si lo hubiera hecho, hubiera descubierto que The Rizzoli’s era uno de los restaurantes italianos con mayor prestigio de la ciudad. O en otras palabras, muy caro y apto para personas con un vestuario elegante.
En ningún caso para una persona vestida con vaqueros, botas de tiro alto y sin tacón, una camiseta con un estampado vintage de París, una rebeca de color turquesa y un enorme bolso repleto de cosas.
De hecho, ese mismo vestuario elegante era el que tenía la inmensa mayoría de las personas que estaban cenando allí esa noche, Dash incluido.
“¿Por qué demonios me ha traído a un sitio así?” me pregunté.
Dash hizo amago de venir a por mí, pero con un sutil  gesto de la mano le indiqué que no lo hiciera. Me hizo caso y se quedó esperándome de pie junto a la silla. Fue a apartármela en un gesto típicamente de buena educación de lord inglés (mi prototipo de hombre para casarme si alguna vez lo hacía. Y digo lord inglés porque es el único hombre que había visto en películas que hacía ese tipo de gestos educados y caballerosos porque en mi caso nada de eso ocurrió con mis exnovios) pero yo se la aparté de un manotazo y me senté en la silla de forma nada protocolaria.
-          Estás enfadada – anunció, cuando se sentó.
-          Muy listo – respondí, irónica.
-          ¿Por qué? – preguntó.
-          Porque no me gusta ser segundo plato de nadie – respondí, simplemente.
-          Tú no eres segundo plato – aseguró.
-          Me pediste una cita después de pedírsela a Stacy – le recordé.
-          Porque tú me obligaste a pedírsela primero – me echó en cara.
-          Vi vuestro lenguaje corporal y estaba claro que teníais una conexión – expliqué.
-          Ambos somos matemáticos y trabajamos en el mismo sitio, es obvio que tenemos cosas en común – me dijo.
-          Tampoco me gusta que me usen como cebo para dar celos. Las mujeres somos vengativas y maquiavélicas – le informé.
-          ¿Incluida tú? – me preguntó, conteniéndose la risa.
-          Especialmente yo – aseguré.
-          Lo tendré presente para la próxima vez – se recordó a sí misma.
-          ¿Qué próxima vez? – pregunté, enfadada. - ¡No habrá próxima vez! – exclamé, pensando muy y mucho si golpear la mesa o no.
-          ¿Por qué no? – preguntó, comprensivo el lugar de enfadado.
-          Porque…porque… ¡porque esto es una farsa! – protesté.
-          Yo lo llamaría cita – me susurró, condescendiente.
-          ¡Ah no! – exclamé, levantando el dedo a modo de advertencia. - ¡Desde luego que esto sí que no es una cita! – añadí.
-          Pues lo parece – replicó él.
-          Pero no lo es, tu y yo somos amigos – expliqué. – Colegas de historia o de museos si te parece mejor – añadí, pronunciando con desprecio esa denominación de ambos que tan poco me gustaba – Pero no amantes ni personas que tienen citas – recalqué. – Tú tienes a todas las mujeres que quieras sobre todo desde que conoces a Harry LeBlanc y yo no tengo citas desde que…bueno, ya sabes por qué.
-          Pues es una lástima – se quejó. – Y además, estás equivocada porque yo sí quiero tener una cita contigo – añadió, con autosuficiencia.
-          ¡Y dale con la palabra cita! – exclamé, sacudiendo la cabeza, bufé. - ¿Por qué no puedes llamarlo simplemente como lo que es? – le pregunté. - ¡Una simple cena! – expliqué.
-          ¡Porque no es eso lo que quiero Georgiana! – exclamó él, contagiado de mi mal humor,
-          Mira que eres terco – le acusé.
-          La terquedad parece que es un rasgo común – nos acusó.
-          Como broma no tiene gracia, Chandler – le acusé.
-          ¿Tanto te cuesta entender el hecho de que esto no es una broma para mí? – me pregunté.
Pudimos continuar con nuestra discusión bizantina eternamente. E incluso el camarero vino a atendernos para sugerirnos un vino pensando que si quizás bebíamos, nos convertiríamos en dos borrachos amorosos…pero nada.
Sin embargo, para mí la discusión llegó al final cuando algo llamó mi atención.
Un algo que en realidad era una persona.
Un hombre si concretamos mucho más
“Y …¡qué hombre!” pensé, incapaz de creer que existiera un hombre tan atractivo en el mundo.
Desde el mismo momento en que entró en mi campo de visión, se me cortó la respiración de lo bueno que estaba.
Además, sorprendentemente, yo también estaba en su campo de visión e, inexplicablemente para mí, le gusté porque se dirigió con decisión hacia nuestra mesa.
Tragué saliva porque, a medida que se acercaba a mí, me parecía mucho más atractivo: alto, ojos azules, piel color olivácea, pelo negro a la altura de las orejas con un ligero toque despeinado; como a mí me gustaba. Lo único que quizás chocaba era su nariz pero… a mí me gustaban las narices aquilinas, me recordaban a las narices inteligentes del Renacimiento.
Para rematar el conjunto tenía un cuerpo atlético y fuerte. O sea, que iba al gimnasio.
“Lástima que no fuese al mío” me quejé.
Comenzó a andar con decisión por el restaurante, como si fuera suyo y mirando en todas direcciones. Al llegar a nuestra altura se paró, cogió una silla de la mesa de al lado que estaba desocupada y se sentó con nosotros.
“¿Realmente era el dueño del lugar?” me pregunté, incapaz de creer que fuera tan perfecto y adecuado para mí.
Y entonces… me dio la espalda.
Se giró en dirección opuesta a mí y… comenzó a hablar con Dash.
Mi ego de diosa sexy del amor se destruyó en mil pedacitos como cuando se te cae un vaso desde lo alto de la encimera.
No se había para por mí. Es más, ni siquiera había reparado en mi presencia allí. Todo era por Dash.
¿Sería gay?
“No. Seguro que no es gay” pensé. “No vas muy de diosa sexy del amor y por eso no se ha fijado en ti” añadí, para autoconvencerme.
Al momento, cambié mi estado de depresión por completo y me centré en lo positivo: eran amigos y por consiguiente, aún no había perdido todas mis oportunidades para conocernos.
Al fin y al cabo, la inmensa mayoría de las parejas que conocía se habían formado porque tenían amigos comunes. Y dado que había sido idea de Dash haberme hecho pasar por este suplicio, no se me ocurría manera mejor para resarcirse que, presentarme al nuevo hombre de mi vida.
Ignorada, aproveché la situación para escuchar su conversación. No obstante, era lo único que podía hacer en este caso ya que, estaba segura de que aunque sacara bengalas y un megáfono, ni siquiera eso lograría que centraran su atención en mí.
Así fue como me enteré de que se llamaba Marco, de que eran amigos desde la universidad porque habían compartido cuarto y de que el hombretón era médico.
“¡Vaya! Así que no todos los médicos que están buenorros salen en Anatomía de Grey” pensé, dándole un más que aprobado mental mientras pensaba en el doctor Mark Sloan[1], mi favorito de todos los que habían salido en ella.
No era el dueño del restaurante pero casi, ya que la dueña del local era su hermana. No me enteré muy bien si era un negocio familiar o no porque hablaban muy muy bajito para que mi oído captara la conversación. Estábamos en un restaurante italiano y su hermana era la dueña. Como diría Descartes, ergo él es italiano.
Italiano.
Pudo ser perfectamente que sucediera debido a los sucesivos lavados con la lavadora y la secadora pero… yo juraría que el motivo que provocó que las goma elástica de mis braguitas de Indiana Jones (Sí, yo me llevo el trabajo a todas partes) se estirase ligeramente fue el descubrimiento de su nacionalidad.
No quise emocionarme antes de lo debido y por eso, agudicé el oído ligeramente para descubrir por mí misma si lo tenía o no. Y cuando digo agudicé el oído me refiero a levantarme de mi asiento y situarme casi pegada a él imitando su postura corporal para escucharle mejor.
Efectivamente, ahí estaba su acento.
No lo tenía muy marcado porque seguramente llevaría mucho tiempo aquí pero estar estaba. Rápidamente, volví a sentarme en mi asiento, no fuera que se girase en ese momento y me descubriera en tan inusual postura, la cual sería muy difícil de explicar de manera convincente.
Italiano sin lugar a dudas.
“¡ITALIANOOOOOOOOO!” grité en mi mente mientras me imaginaba a una mini yo, desatada, corriendo como una posesa y celebrando el descubrimiento de esta información como un futbolista cuando gana la Champions League, un jugador de rugby cuando gana la Super Bowl o un jugador de baloncesto cuando gana la NBA juntos.
Supongo que ese entusiasmo mental se trasladó a mi cuerpo y por eso, cuando me quise dar cuenta, ya había comenzado a dar pequeños botes de alegría en mi asiento. Aunque para ser sinceros, no fueron unos botes de alegría propiamente dichos porque estábamos en un lugar elegante y no quería llamar en exceso la atención con mi comportamiento. Así que frené y contuve mi entusiasmo de tal manera que, cualquier observador ajeno a la escena pensó que estaba intentando sacar mi ropa interior de la raja del culo de manera disimulada sin tener que levantarme e ir al baño para hacerlo allí de tan erráticos como eran mis movimientos.
Llamadme chiflada pero, del mismo modo que gracias al señor Darcy estaba convencida que mi prototipo de hombre ideal sería un lord inglés contemporáneo (sin escándalos ni borracheras incluidas) creía que los italianos eran los segundos hombres más atractivos de Europa, sobre todo por su acento y por eso, no me importaría que falta de lores ingleses, un italiano de pura cepa me llevase a casa de sua mamma a comer tortellini .
Pero este no me hablaba ni me miraba.
“¡Para una vez que me intereso en un hombre!” protesté. “No vuelvo” decidí, bufando.
Rellené mi copa.
Iba a ser cierto que el consumo de alcohol se disparaba en aquellos momentos de depresión y en aquellos eventos donde no se tenía nada mejor que hacer al saberse ignorado.
Llegados este punto he de confesaros algo. Muchos creeréis que por mi profesión de historiadora y restauradora de artefactos y cachivaches varios, tengo un dominio total con mis habilidades manuales pero… nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que soy bastante patosa y manazas.
¿Cómo es posible? Os preguntaréis.
Para mí es bien sencillo, creo que concentro todas mis habilidades durante mi jornada laboral y por eso, fuera de dicho horario de trabajo, vuelvo a mis orígenes desastrosos. Ese fue el motivo por el cual cuando coloqué la botella de vino en la mesa tras rellenarme la copa, caí sin querer (puede que el motivo fuera el exceso de cubiertos inútiles allí colocados) una de las copas de la mesa (afortunadamente, una de las vacías).
Copa que comenzó a rodar.
Pude cogerla sí, pero me había quedado paralizada y tan solo pude cerrar los ojos, como aviso del desastre que se avecinaba.
Esperé escuchar el sonido de los cristales romperse pero ese sonido nunca se produjo.
¿Por qué?
Porque antes de que ocurriese el desastre, Marco se giró en mi dirección y la cogió con dos dedos.
Fue una verdadera suerte que tuviera unos buenos y rápidos reflejos, aunque para mí lo más importante de toda la situación fue que… me descubrió a mí allí sentada.
¡Por fin!” exclamé mentalmente. Y mi mini yo mental, se vistió de sacerdotisa, se arrodilló y comenzó a dar gracias por el giro de acontecimientos.
Marco me miró intensamente y sin disimularlo lo más mínimo.
Me miró como si sus ojos tuvieran los mismos rayos X de los aparatos de hacer radiografías que probablemente realizaría a diario en el hospital o clínica donde trabajaba.
Mi temperatura corporal comenzó a subir poco a poco pero se disparó cuando vi que había chispas en sus ojos.
Chispas en sus ojos. Pero no por rabia o enfado, sino por un motivo mucho mejor: yo.
Unas chispas que significaban que me había dado su aprobación (con muy buena nota además)
¡Chispas en sus ojos por mí!” exclamé. Y mini yo mental comenzó a bailar una danza tribal africana de celebración al compás de la banda sonora de Nueve semanas y media[2] y yo tuve que utilizar todo mi autocontrol para no volver a dar saltos en la silla.
-          Gracias – dije, quitándole la copa de la mano para que viera que era una mujer con iniciativa.
-          Ciao – me dijo sonriéndome, aumentando su atractivo.
-          Hola – respondí sonriente también (era la única manera de disimular el suspiro que se me había escapado) sin parecer muy estúpida.
-          ¿Has estado aquí todo el tiempo? – me preguntó boquiabierto. Asentí y aunque no hubiera sido cierto, también hubiera dicho que sí para conseguir su arrepentimiento. - ¡Perdóname! – exclamó, besándome la mano. – Mi madre me mataría por semejante descortesía – añadió, con su boca a escasos centímetros de mi mano, provocando que tuviera escalofríos. – Soy Marco, por cierto – dijo, ofreciéndome su mano esta vez.
-          Georgiana – dije, apretándosela
-          Un verdadero placer – afirmó, mientras asentía y me daba un nuevo repaso. – Dash, no me habías dicho que tenías una compañera de trabajo tan atractiva – añadió, volviéndose en su dirección por primera vez desde que me había descubierto.
 Un alivio para mí, porque yo me había puesto colorada por el cumplido. Hasta que me di cuenta que me había llamado matemática, una ofensa muy grave para mí.
-          ¿Matemática yo? – pregunté horrorizada y algo asqueada por esa posibilidad. - ¡Uy no! – exclamé, negando con la cabeza.
-          ¿No trabajas en el laboratorio de matemáticas de su universidad? – preguntó extrañado. Negué con la cabeza repetidas veces. – Y entonces ¿a qué te dedicas? - me preguntó, frunciendo el entrecejo. – Y no me digas que a nada porque eres inteligente – advirtió.
“¿Inteligente?” me pregunté con extrañeza y torciendo los ojos hacia el interior, como aquellas personas que quieren verse la punta de su nariz. “¿Cómo sabes que soy inteligente?” le pregunté, mentalmente eso sí.
-          Tus ojos revelan inteligencia además de ser preciosos – respondió.
Suspiré de nuevo y esta vez ni me molesté en disimular.
Era un cumplido raro, sí.
Quizás era un cumplido muy popular en el gremio de la medicina, pero yo era la primera vez que lo recibía. Y un cumplido siempre era un cumplido. Y, desacostumbrada como estaba a recibir cumplidos y palabras bonitas que no fueran de Dash con clara intencionalidad de amistad y/o fraternidad que… me encantó.
Volví a sonreírle y, sin darme cuenta, comencé a agitar mis pestañas y a atusarme el pelo; gestos clarísimos e inequívocos de flirteo.
Regresé a la realidad y a mi antigua yo en ese preciso instante.
Detuve los gestos que estaba haciendo de manera brusca. Tan brusca que me quedé con el brazo a media altura y tuve que fingir unos estiramientos para que ellos no me mirasen como si estuviera como un auténtico cencerro.
Tuve que hacerlo porque yo no flirteaba.
Yo no flirteaba con hombres por la sencilla razón de que no estaba interesada en ellos. Por mucha apariencia de dios del sexo de anuncio de Paco Rabanne Victorius que estos tuviesen.
Los hombres eran unos mentirosos y todos ocultaban dolorosos secretos. Al menos con los que yo me involucraba mentalmente, así que de eso nada. No de nuevo.
Me di de bofetadas mentales y se despejaron y desaparecieron cualquier síntoma de obnubilación que pudiera tener para con él. Y sí, mi mini yo mental se vistió de viuda plañidera.
-          Yo soy historiadora – expliqué. Apoyando mi espalda en el respaldo de la silla. – Especializada en hstoria antigua y con un máster en restauración – añadí, con el mismo monótono tono de voz que usaba cuando quería aburrir a los asistentes al museo que llegaban a última hora y quería irme pronto a casa.
No funcionó.
-          ¡Qué casualidad! – exclamó Marco. – Mi familia proviene de Italia y yo mismo tengo la doble nacionalidad – explicó.
“Lo sé” pensé, avergonzada de mi comportamiento de espía de pacotilla que había tenido momentos antes.
-          Además, tenemos una casa en Ciampino[3] ¿lo conoces?- me preguntó.
-          No, pero suena a italiano – respondí con sinceridad encogiéndome de hombros.  - ¿Es que eres millonario para tener dos casas? – le pregunté.
-          Soy médico general – explicó, sonriéndome de nuevo. – Y la casa de Ciampino no es solo mía, es de la familia en general – añadió.
-          Y por casualidad, esa casa familiar de Ciampino no estará cerca de Roma ¿verdad? – quise saber.
-          A menos de 19 kilómetros de la cittá – me informó.
Mi mandíbula se desencajó de tanto como la abrí.
De hecho, si no hubiese ido regularmente al dentista los meses anteriores, Marco podría haber visto mis picaduras de los dientes y no mis empastes como seguramente estaría viendo en ese instante (unos empastes que, todo sea dicho quedan mucho más disimulados)
Este hombre cumplía más requisitos de idoneidad como novio definitivo y/o marido de lo que había imaginado en un principio. Mi mini yo mental, se vistió rápidamente con ropas normales y creo que ese fue el motivo por el cual, a pesar de lo que pensaba de los hombres y de la decisión que había tomado escasos momentos antes, me vi a mí misma diciéndole en un clarísimo tono de flirteo:
-          ¡Ay! Visitar Roma está dentro de mis planes de futuro –
-          Yo tengo casa allí y estaría encantado de que fueras mi guía turística – explicó, guiñándome un ojo.
Me ruboricé y desvié la mirada.
En parte lo hice por la falta de costumbre a que me trataran bien en una relación, aunque también lo hice porque en el mismo momento en que mencionó lo de las visitas guiadas por Roma, mi mente conjuró imágenes de ambos paseando por las calles de la ciudad eterna en las que yo iba elegante y súper estilosa como una de esas famosas súper chic que aparecían en las revistas con un sombrero de ala ancha y un vestido blanco idéntico al que Diane Lane llevaba cuando descubrió su feminidad en Bajo el sol de la Toscana. Conjuntaba mi atuendo unas gafas de sol negras de estilo Audrey Hepburn y unos enormes tacones rojos, que sí, cierto que no eran los zapatos más cómodos para hacer turismo pero eran los más divinos.
Se produjo un silencio incómodo en la mesa. Tan intenso que hizo titilar la llama de la vela, aunque si me preguntáis a mí yo creo que el motivo por el cual titilaba la vela era por la intensidad con la que Marco me miraba; como si fuera la mujer más bella e interesante de todo el salón.
Nada más lejos de la realidad, ya que yo era perfectamente consciente del status que ocupaba dentro de la categoría de mujeres sentadas en ese salón. De ahí que, por incomodidad, rehuyese su mirada.
¿Y Dash?
Dash parecía más cerca de ser una estatua o un autómata que una persona de carne y hueso. Incluso podría pasar como pare de la decoración del restaurante de tan quieto y callado como estaba.
-          ¿Cómo es posible que una chica como tú conozca a un chico como él? – me preguntó, ignorándolo deliberadamente.
-          Georgiana y yo somos amigos – respondió Dash, volviendo a la vida.
-          Colegas de historia – puntualicé, usando la misma denominación que él había utilizado días atrás para referirse a nosotros.
-          Un momento ¿esta es Georgiana? – preguntó, señalando y encuadrándome como si fuera una obra de arte. Dash asintió, con tranquilidad. - ¿Por esta mujer es por la que usabas esos ridículos disfraces? – quiso saber.  Dash volvió a asentir.
Eso sí, pasado un tiempo y a regañadientes.
-          Ahora lo entiendo todo mucho mejor – murmuró. - ¿Puedo unirme a vosotros la próxima vez que hagáis una quedada de amigos de la historia? – me preguntó, como si fuera un perrito pachón triste.
Obvié el hecho y las palabras en las que Marco decía que Dash estaba hablando de mí con sus amigos a mi espalda y tan solo me concentré en el hecho de que el doctor buenorro quería acompañarnos en nuestras visitas a los museos.
“Eso sí que sería un salto de calidad” pensé con satisfacción. 
-          ¡A ti no te gusta la historia! – protestó Dash.
-          Pero me gusta aprender cosas nuevas y estar en compañía de mujeres hermosas – respondió, alzando las cejas de forma insinuante para mí.
-          No hay relación entre la medicina y la historia – replicó Dash.
-          Ahí te equivocas Dash – pude decir finalmente. – Grandes inventos relacionados con la medicina se consideran también grandes inventos de la historia – añadí.
Juro que no quise hacerlo pero, involuntariamente, carraspeé y comencé a enumerar:
-          La penicilina[4], la anestesia[5], los rayos X[6], las vacunas[7], el gran Pasteur[8], las prótesis nasales que se inventaron para que no se notasen los estragos que causaba la sífilis y que se sujetaban con un lazo[9], el mar de amor que Antíoco sentía por Estratonice y que trató el médico Erasistrato[10] y eso por no hablar de los guantes quirúrgicos – le recordé, recordándole la pequeña historia secreta que él y yo habíamos compartido. 
-          Podría estar escuchándote todo el día – dijo mirándome con la boca abierta y, suspirando. – Sigue por favor – me pidió.
El se rellenó la copa de vino y lo probó.
-          ¡Umm! – exclamó, relamiéndose los labios. - ¿Un Frusinante? [11]- preguntó extrañado. – Es el mejor vino del restaurante – me explicó. – Solo reservado para las ocasiones especiales – susurró, cómplice.
Miré a Dash extrañada.
“¿Por qué demonios ha escogido este vino precisamente?” le pregunté, con los ojos entrecerrados.
-          Un momento, no estaré interrumpiendo nada ¿verdad? – preguntó, señalándonos a ambos.
-          No – respondí, de inmediato.
-          Tu inteligencia me sorprende – replicó, Dash con ironía.
-          ¿Esto es una especie de cita romántica? – me preguntó. Y antes de que yo respondiera, añadió: - No te ofendas pero…no vas vestida como para una cita – explicó, tragando saliva, incómodo.
-          Es solo una cena – le tranquilicé.
-          Pero podría convertirse en una cita en cuanto te marches – sentenció Dash.
-          ¿Me estás echando? – preguntó Marco, boquiabierto.
-          Sí, márchate, ciao, arrivederci… ¡Largo! – ordenó, señalando la puerta.
-          ¿Estás de mal humor? – le preguntó, divertido, tocándole la frente. - ¿Te ha venido la regla? – añadió, riéndose.  Y sí, sé que el chiste y la broma eran muy malos y no tenían  gracia pero… yo acabé riéndome disimuladamente también.
-          ¡Que te vayas! – gruñó.
-          ¡Vale, vale! – exclamó, levantando las palmas y poniéndose en pie. – Sé cuando pillar una indirecta, amigo – y pronunció la palabra amigo con ironía. Se bebió la copa de vino de un trago. – Un placer conocerte Georgiana – me dijo.
Y se marchó.
Con todo su estilo, su atractivo, su encanto y su acento italiano.
Dash suspiró.
-          Ahora ya podemos relajarnos y volver a lo que nos ocupa – me explicó.
Llamó al camarero.
-          ¿En serio? – le pregunté, incrédula. - ¿Crees que voy a quedarme aquí después de cómo te has comportado y de la vergüenza que me has hecho pasar? – añadí. – No me conoces en absoluto Dash – añadí, con la voz cargada de odio y desprecio en mi tono de voz.
Me puse en pie.
-          ¿Te marchas? – me preguntó, boquiabierto y con los ojos desorbitados.
-          Pero ¡por supuesto! – exclamé.
-          Pero… ¡si aún no hemos pedido la cena! – exclamó, desesperado y con un argumento bastante pobre a mi entender.
-          Disfrútala tú, a mí se me ha quitado el hambre – repliqué.




[1] Mark Sloan: Uno de los doctores de la serie Anatomía de Grey que es interpretado por el actor Eric Dane. Aparece en la serie desde la segunda hasta la novena temporada.
[2] You can leave your hat on de  Joe Cocker
[3] Ciampino: Pequeño pueblo de la provincia del Lacio romana que se sitúa a 15 kilómetros de Roma y que es muy conocido por su aeropuerto.
[4] Penicilina: Es un tipo de antibióticos que fueron los primeros empleados en la medicina. Su descubrimiento se atribuye a Alexander Fleming
[5] Anestesia: Es un acto médico controlado en el que usan fármacos para bloquear la sensibilidad táctil y dolorosa de un paciente, en partes o en todo su cuerpo y con la opción de que el paciente esté o no consciente. Existen varios tipos y aunque hay una serie larga de precedentes, se considera a Crawford W. Long el pionero en su uso.
[6] Rayos X: Es una denominación para referirse a una radiación electromagnética invisible para el ojo humano, capaz de atravesar cuerpos opacos y de imprimirse en películas fotográficas. Su descubrimiento se atribuye a Wilheim Conrad Röntgen.
[7] Vacunas: Son un preparado de antígenos que una vez dentro de organismo, su reacción provoca anticuerpos y una respuesta defensa de microorganismos. La primera vacuna descubierta fue la usada para combatir la viruela por Edward Jenner en 1796 y debe su nombre al hecho de que las ordeñadoras de vacas de la época que estaban en contacto con la viruela de vaca, la cual era menos patógena hacía que esas personas fueran inmunes y no contrajesen la viruela humana.
[8] Louis Pasteur: Aunque es conocido por la pasteurización, también es conocido por sus avances en campos como el de la vacunación contra la rabia,  los antibióticos, la esterilización y la higiene como métodos de cura y prevención de propagación de enfermedades infecciosas.
[9] Máscaras contra la sífilis: La pérdida de la nariz era una de las secuelas más comunes de la sífilis en el siglo XIX. Era una deformidad tan frecuente que se inventó una “prótesis” específica con motivos estéticos.
[10] Erasístrato: Médico griego entre los siglos IV – III a. C. Se le considera uno de los fundadores de la Escuela de Medicina de Alejandría. Se sabe que practicó la disección y que realizó importantes descubrimientos anatómicos y fisiológicos sobre el sistema circulatorio y el sistema nervioso.
Y también hay quienes lo consideran el pionero de la psicoterapia porque uno de sus muchos pacientes fue Antíoco, hijo de Seleuco (uno de los generales de Alejandro Magno) quien cayó gravemente enfermo. Fue Erasístrato quien se dio cuenta de que, cuando Estratónice (una de las esposas de su padre) entraba en la habitación del enfermo, éste enrojecía y se le aceleraba el pulso y por tanto dedujo que era una enfermedad más mental que somática que se incrementaba por el amor y la pasión que Antíoco sentía por su madrastra.
[11] Frusinante: Vino blanco seco de color amarillo tendiendo al verde caracterizado por un perfume vivaz y afrutado y un sabor intenso y seco.

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