domingo, 12 de enero de 2014

Capítulo 4: JJ

CAPÍTULO IV
Marido y mujer
“Para un matrimonio bien avenido, la mujer ha de estar junto a su marido”
Refrán popular.

“¿No he sacado esta noche la mantita para taparme?” se preguntó Edward mientras tanteaba el terreno a su alrededor y en cuanto sintió el primer contacto de su despertador personal de ese día; bastante efectivo por otra parte al cumplir su propósito a la primera.
No sabía muy bien la hora que era, pero todos los miembros de su familia conocían que él era el que establecía sus horas de sueño y que no había otra cosa que más le fastidiase en el mundo que el hecho de que le despertaran antes de tiempo (otra cosa es que lo cumpliesen), así que esta vez se negó a abrir los ojos en señal de protesta y, demasiado perezoso como para levantarse e ir a recoger la manta se acurrucó contra sí mismo y encogió su ya de por sí pequeña posición fetal.
“Pero si ya está despierto… ¿por qué no se levanta?” se preguntó Jezabel mentalmente, bastante enfadada. “¿O es que no tiene la suficiente fuerza como para levantarse?” añadió, temerosa y con preocupación.
Con miedo a que su enfermedad fuera contagiosa y se transmitiese por contacto, volvió a agarrar el palo y a pincharle con él  para que se levantase de allí y fuera a morirse a otra parte, por ejemplo a la morgue, que para eso estaban.
“Malditos críos” maldijo Edward mentalmente e incluso refunfuñó entre dientes mientras se retorcía para evitar sus llamamientos; los cuales estaba seguro que no estaban hechos con sus maleables dedos. “Probablemente hayan cogido el cuerno de rinoceronte que Grey me regaló las pasadas navidad, pues es un artilugio que les fascina y que les prohibí terminantemente que cogieran” añadió, con ironía recordando la situación. “Malditos críos” repitió.
A ver, en realidad, él no odiaba a los niños; los toleraba e incluso había algunos como su madura sobrina Penélope que le caían bien pero… el resto de sus sobrinos eran otro cantar. Con ellos sí que tenía una deuda pendiente y una relación de odio y enfrentamientos permanente, debido a su “travieso” comportamiento. Pues bien, él entendía travieso como estado de salvajismo.
Así, inexplicablemente y cual pelotón de guerra con una misión planeada hasta el más mínimo detalle, se escapaban y salían a hurtadillas de sus habitaciones solo para ir a despertarle  bien saltando sobre su cama o bien sobre él mismo. O bien en días como hoy, su malignidad y originalidad alcanzaban nuevas cotas y aprovechaban cualquier otro recurso instrumental disponible que tuviesen a mano para alcanzar dicho fin. Instrumentos dolorosos como un cuerno de rinoceronte, por ejemplo.
Pero esta vez no iba a ceder y continuaría tal y como estaba hasta que se cansasen y le dejasen en paz para que así pudiera volverse a dormir hasta la hora que a él le diese la gana. Y esta vez sí que sí pondría un pestillo a la puerta para que los pequeños secuaces de Satanás no volviesen a entrar en su cuarto sin su permiso.
“Se está haciendo el remolón” pensó Jezabel asombradísima tras detener sus toquecitos de alerta para despertarlo y ver como no solo no dejaba de removerse cual lagartija atrapada para evitar sus pinchazos sino que encima se había cansado de “jugar” y se había detenido plantando una sonrisa de  satisfacción y victoria que obviamente manifestaba que se estaba burlando de ella. “Las narices” gruñó. “Verás que bien y que pronto consigo que se marche” añadió, con orgullo y fiereza.
Acto seguido le dio una dolorosa patada (tanto para ella como para él) en el trasero mientras exclamaba y ordenaba:
-          ¡Que te levantes! -.
Fue tal el dolor que le causó el puntapié del trasero que en el mismo momento en que lo sintió abrió los ojos por completo y se despertó. Sin embargo, eso no quiso decir que se levantara pues aún continuó estático en el suelo y sobre todo, en estado de shock por completo.
Sus sobrinos le habían golpeado.
En el trasero.
Y no debía haber sido uno solo, tendrían que haber sido todos a la vez porque ningún crío pequeño tenía tanta fuerza a excepción de Hércules; y ese era un personaje mitológico y por tanto, no existía.
“Me han golpeado en el trasero” se repitió. “Me han golpeado en el trasero” volvió a decir por tercera vez. “Un momento…” dijo, dejando un momento de silencio para recapacitar. “¡Me han golpeado el trasero!” exclamó. “¡Los malditos críos me han golpeado el trasero!” añadió, furibundo. “¡Me han faltado el respeto!” bramó. “Se van a enterar…” amenazó. “Voy a enseñarles a esos malditos críos como deben comportarse con los adultos” gruñó justo antes de girarse.
Jezabel estaba a punto de prepararse para darle otro puntapié a su moribundo particular cuando éste, repentinamente se giró en su dirección y a ella no le quedó de otra que refrenarse y detenerse de manera brusca. E manera tan brusca que, hubo de interrumpir la propia inercia y dinámica del movimiento y, trastabilló hasta caer justo encima de él; con el consecuente grito de dolor por su parte.
“¡Dios!” exclamó. “Esto no es un crío” añadió inmediatamente cerrando los ojos por el dolor y porque el sol le había dado directamente en la cara y lo había cegado momentáneamente. “Un momento” añadió, dejando un nuevo silencio entre pensamiento y pensamiento. “Y si no es un crío ¿quién demonios es entonces?” se preguntó extrañado.
Por segunda vez en lo que llevaba de situación abrió los ojos y además, en este caso se incorporó. Con tanta fuerza y de manera tan inesperada que la persona que estaba justo encima de él (o sea Jezabel) terminó cayendo al suelo y justo enfrente.
Tras parpadear varias veces y restregarse los ojos fue consciente de que el lugar donde se hallaba no era su confortable cama si no que era algún sitio al aire libre. Sobre todo fue consciente de este hecho cuando gracias a uno de los restregones le entró una pequeña cantidad de tierra en su ojo derecho.
-          ¡Joder! – exclamó, convirtiendo nuevamente a la palabrota en la palabra del día.
“Madre mía…me he quedado dormido en el cementerio” pensó, avergonzado hasta el extremo y negándose terminantemente levantar la cabeza en dirección de la desconocida.
Cinco minutos después y tras un sinfín de muecas y soplidos para quitarse cualquier rastro de arenilla y con Jezabel de nuevo recompuesta y puesta en pie frente a él, Edward se permitió por fin el “lujo” de observar con atención a la persona que le había golpeado y que acto seguido le había caído del cielo; literalmente.
Lo primero que le llamó la atención era su atuendo; completamente de color negro. Gracias a ese color la primera persona que se le vino a la cabeza como aquella que estaba visitando la tumba de su padre esa mañana fue la señora Biggle; la segunda esposa de su padre y por tanto, su madrasta. Misma gordita y amable mujer que había servido de compañía y enfermera a su padre hasta sus últimos momentos. Sin embargo, descartó que la señora Biggle fuera la visita en cuanto se fijó en el rostro joven de la visitante.
“¿Han enviado a una criada a buscarme?” se preguntó confuso mientras se rascaba la cabeza y era consciente de que aún llevaba puesto el paño que le cubría la cabeza y que se destinaba para quitarle sus ataques de calor nocturnos. “¿Alguna de las criadas ha enviudado recientemente?” volvió a preguntarse, aún más extrañado y confuso que antes.
Debía ser eso, porque si se trataba de una de las criadas de la familia Harper (aunque nunca hasta ese momento la hubiese visto, y si la hubiera visto en alguna ocasión anterior debía acordarse de ella pues tenía el rostro más lindo que había visto jamás) el color para su uniforme no se correspondía en nada con el que ella llevaba puesto. De hecho, no podían ser más opuestos porque el color de los uniformes de las criadas de los Harper tras múltiples deliberaciones (en las que ganó el gris pero ese era un color al que Rosamund se oponía rotunda y totalmente) terminó siendo el amarillo.
El mismo tono de amarillo que tenían los pollitos de la granja de Anthnony y Zhetta en Clun.
-          Enhorabuena – dijo mientras se ponía en pie.
-          ¿Perdona? – preguntó ella que no entendía a qué venían las felicitaciones.
-          Quien diga que las mujeres son el sexo débil es que no te conoce ni a ti ni a tus puntapiés – explicó, frotándose la zona dolorida con la certeza total y absoluta de que mañana a esa hora tendría un “bonito” moratón. O puede que incluso esa misma tarde, a juzgar por cómo le dolía.
-          ¿No tienes que irte a casa? – preguntó ella si disimular el fastidio que le provocaba su presencia. – Seguro que tus familiares estarán muy preocupados por ti al haber pasado la noche fuera – añadió, con algo más de disimulo en sus sentimientos.
La desconocida tenía razón; al menos en parte.
Sus familiares estarían preocupados por él pero no porque hubiera pasado la noche fuera de casa; ya que no era la primera ni sería la última vez que lo hiciese. Sin embargo, sí que era la primera vez que lo hacía desde su anuncio de la renuncia al alcohol y esto podría llevar a crear una serie de malentendidos donde el resto de los Harper creyesen (equivocadamente) que había recaído en sus adicciones.
No obstante, no iba a darle la razón a la desconocida y mucho menos después de hablarle como si de un niño pequeño necesitado de cuidados y atenciones continuas se tratase.
Por eso en su lugar dijo:
-          Gracias – antes de asentir. Y añadió: Pero no debes preocuparte por mí porque soy un adulto, no sé si te has dado cuenta -.
-          No lo parece a juzgar por tu comportamiento de antes – respondió ella de inmediato, esta vez sí sin disimular un ápice su desagrado hacia su persona.
-          ¡Vaya! ¡vaya! ¡vaya! – exclamó sorprendido mientras sonreía. – Pero si tenemos aquí a una lady Remilgos… - dejó caer, provocando que ella le lanzara una mirada llena de furia.
-          ¿Es que no te vas a ir? – gruñó ella. Sí, gruñó. De manera perfectamente audible además. Y también rechinó los dientes mientras hablaba; signos inequívocos de que su paciencia con el moribundo se estaba agotando.
-          ¿Acaso el cementerio es de tu propiedad? – le preguntó con las cejas arqueadas y sin entender muy bien a qué debía tal grado de enfado repentino. Ella negó con la cabeza. - ¿Es que eres la hija del constructor? – quiso saber y ya de paso conocer por qué estaba allí ya que la tumba de John Griffith, el arquitecto de Kensal Green no se hallaba demasiado lejos de allí. Ella volvió a negar con la cabeza. - ¿Tienes algún tipo de relación o parentesco directo con ese hombre? – se atrevió a aventurar, mientras le daba el pálpito de que la respuesta también iba a ser negativa. Efectivamente, en cuanto la vio iniciar el gesto negativo la interrumpió, inquiriendo lo siguiente: - ¿No serás la hija del señor Sharp? – “Entonces sí que la hemos hecho buena” pensó con temor para sí. Ella negó de la manera más vehemente que Edward había visto realizar ese gesto nunca. – Entonces no tienes ningún derecho a prohibirme continuar aquí – concluyó con satisfacción por la coherencia de sus argumentos.
-          Tengo todo el derecho a pedirte amablemente que te vayas como me corresponde por ser una de las usuarias indirectas que quiere disfrutar de una visita a mis difuntos tranquila, en paz y sin molestias – respondió ella, entre bufidos.
-          ¡Qué casualidad! – exclamó con ironía. – Yo quiero hacer exactamente lo mismo y eres tú quién no me deja – añadió, echándoselo en cara y regañándola.
-          ¿Yo? – preguntó Jezabel sorprendida e incluso herida en su orgullo. – No – refunfuñó. – ¡Si encima ahora la culpa va a terminar siendo mía! – exclamó, nuevamente enfadada y realizando aspavientos de los brazos. – Mira – dijo, con un suspiro y calmándose. – Hagamos una cosa: ignorémonos – propuso. – Será como si nunca nos hubiésemos encontrado aquí – añadió.
-          Difícil será olvidarte con el cardenal que me va a salir en el trasero – protestó él de inmediato interrumpiendo su disertación.
Jezabel le miró nuevamente con furia, pero en esta ocasión decidió ignorarle a propósito y continuó explicándole su plan:
-          Tu vete a visitar a tus muertos y déjame a mí con los míos ¿te parece? – le propuso.
-          Bien – dijo él, encogiéndose de hombros.
-          Bien – repitió ella. – Adiós – añadió, pues quería que se marchara cuanto antes de allí.
-          Adiós – dijo él.
Ambos esperaban que el otro iniciase la marcha y abandonase el lugar con paso veloz. Pero lo que ocurrió en cambio fue que sí, los dos se movieron (e incluso al mismo tiempo) pero no para iniciar la marcha, sino para girarse noventa grados y situarse uno junto a otro justo frente a la tumba de Lord Edward Proud Harper.
Se hizo un silencio sepulcral (lógico por otra parte, dado el lugar donde se hallaban).
Breve, pero muy incómodo.
-          ¿Es que no te marchas nunca? – preguntó Jezabel entre dientes y rompiendo el hielo de nuevo. - ¿No puedes dejarme tener un momento de intimidad con mi muerto? – preguntó, elevando la voz encarándose al hombre no tan enfermo o moribundo y señalando la tumba con la mano extendida.
-          ¿Tu muerto? – preguntó Edward con la ceja enarcada.
-          Mi muerto – repitió ella, hablándole nuevamente como si se un niño pequeño se tratase y enfatizando el gesto de señalar a la lápida.
-          No puede ser tu muerto porque es mi muerto – respondió él, enfatizando mucho el tono de su voz en el pronombre de posesión.
-          ¿Tu muerto? – le preguntó ella burlona cruzándose de brazos. - ¿De qué conoces tú a Edward Harper? – quiso saber, encarándose con él.
-          De toda la vida, te lo aseguro – respondió él mientras asentía con la cabeza antes de elevar el dedo índice y dar un paso de enorme zancada para acercarse a ella y preguntar: - Pero aquí la pregunta es ¿de qué conoces tú a Edward Harper? – y cuando terminó le dedicó una amplia y falsa sonrisa de expectación.
-          Mira tú por dónde al fin me haces una pregunta inteligente y fácil de responder – dijo, con alivio. Para que te enteres, mentecato odioso, yo soy su viuda – afirmó, con rotundidad y majestuosidad.
La última frase provocó que Junior entrara en tensión y se enfadara realmente. Sin embargo, podía tratarse de un error de tumba y por eso no quería dejarse llevar por su mala leche. En su lugar intentó pensar en cosas que le relajaran.
Para su desgracia no encontró ninguna.
Al revés, el número de respiraciones por minuto y sus pulsaciones aumentaban, así como los orificios nasales se hinchaban cada vez más y más.
-          Admito que me estaba burlando de ti antes un poco – confesó – Pero es de ser muy mala persona y tener muy mal gusto el venir a burlarse y destrozar la memoria de un difunto – añadió,  mirándola con asco y desprecio.
-          Yo no me estoy burlando o faltando el respeto ni la memoria de ningún difunto porque yo soy la viuda de Edward Harper – repitió aún más segura de sí misma que antes.
“Encima testaruda…” pensó mientras se mordía los labios para no llamarla las barbaridades que ahora mismo pensaba sobre su persona.
-          Veo un poco difícil que tú seas la viuda ¿sabes? – le preguntó. – Me pregunto qué tendrá que decir la señora Biggle – añadió, con gesto pensativo. – Su segunda esposa – explicó mirándola directamente a los ojos. – Al respecto – concluyó, nuevamente en posición filosofal mientras asentía y pensaba lo bien que le quedaría en ese momento fumar en pipa.
-          ¿Segunda esposa?- preguntó ella extrañada. – No podía tener una segunda esposa si estaba casado conmigo – añadió, señalando lo evidente.
-          Es que yo creo que no estaba casado contigo – terminó por explicar él. – Y por otra parte, era muy normal que tuviera una segunda esposa, dados sus robustos sesenta y cinco años cuando falleció – añadió, creando sorpresa mayúscula en la desconocida.
-          ¿Se…se…ses…sesenta y cinco? – preguntó tras mucho tartamudear mientras intentaba recordar la imagen física de su marido; el cual no parecía tan viejo cuando se casó con ella.
Junior asintió.
-          ¿No crees tú que después de haberse quedado viudo a los cuarenta y cinco era perfectamente comprensible que contrajese nuevas nupcias, pero con una mujer más o menos de su edad? – le preguntó dejándole caer con estas palabras que no creía su historia. – Ah por cierto, se me olvidó mencionarlo antes; soy Junior, su quinto y último hijo – añadió, presentándose y sonriendo nuevamente; solo que esta vez su sonrisa era real.
Jezabel se quedó en silencio mientras intentaba asimilar y procesar toda esa información.
Finalmente, sacudió su cabeza y dijo:
-          Estás intentando confundirme – le acusó, con los ojos entrecerrados.
-          Puede que antes sí, pero no es mi intención ahora – explicó con sinceridad.
-          Pero todo lo que dices – inició confusa. - ¡no puede ser verdad! – terminó, estallando y exclamando en voz alta. -¡Yo estuve casada con Edward Harper! – exclamó de la misma manera y señalándose llevándose la mano al pecho. – Y como tal, ¡yo soy su única viuda y no la tal señora Biggle esa que dices! – exclamó por tercera vez, furiosa.
-          Me parece a mí que no – respondió él mientras negaba con la cabeza. – Es más, si quieres la hago venir desde Clun; el lugar donde ella vive para que te muestre su licencia matrimonial y se te quiten todas esas ideas estúpidas y absurdas de tu atolondradas cabeza – dijo, tocándole el lateral de la frente, insinuando que estaba paranoica.
-           ¿Es que eres sordo además de testarudo y estúpido? –le preguntó ella entre más y más gruñidos. Junior abrió la boca para responderle que no, que precisamente si existía alguien en la conversación con esas características era ella, pero finalmente tras un (eterno) instante de reflexión, se lo pensó mejor y decidió permanecer callado. Silencio que a su vez permitió a Jezabel agregar más palabras a su intervención: - Que parte de yo me casé con lord Edward Proud Harper el héroe de guerra de la marina… - En ese momento tuvo un recuerdo en forma e fogonazo donde pudo apreciar un rasgo físico del que había sido su marido: su color de cabello, que era pelirrojo. No tardó en agregarlo a la descripción. – El hombre que era pelirrojo en el año 1816 en el pueblo escocés de Gretna Green ¿es la que no entiendes? – le preguntó.
Junior; quien había escuchado las palabras de la desconocida con total atención, por primera vez se quedó mudo en la conversación sin saber muy bien qué decir como la respuesta a esa pregunta planteada.
No obstante, viendo que pese a estar en silencio, ella le estaba obligando con la mirada a proporcionarle una respuesta, se vio obligado a decir:
-          Entonces, querida desconocida…tenemos un problema – anunció, pesaroso.
-          ¿Un problema? – preguntó ella al instante. - ¿Qué tipo de problema? – añadió, aunque no estaba muy segura de querer conocer la respuesta a esa pregunta.
-          En realidad son dos – se corrigió. – El primero es que mi padre nunca ha sido pelirrojo sino que era rubio. Ella se puso alerta y desconfió acerca de lo que pudo venir a continuación: - Y el segundo – inició Junior. – Es que debido a tu descripción… - añadió, titubeante y confuso. – Supongo que debo presentarme de nuevo – rectificó, sacudiendo la cabeza. – Me llamo Edward Proud Harper – Junior – apostilló con énfasis. – Soy héroe condecorado de guerra por mis acciones en el ejército de la Marina británica, nací en 1793 y además… - y dejó un momento de silencio para captar toda la atención de la mujer. – Soy pelirrojo – terminó por confesar tirando y quitándose el paño que le cubría la cabeza y dejando libre y al descubierto su despeinada y alborotada melena pelirroja sin dejar de sonreír en todo momento.
-          No es posible – dijo ella con un hilo de voz y retrocediendo varios pasos con el horror más grande y absoluto grabado en su rostro.
-          ¿Qué? – preguntó él sin saber. - ¿Qué un padre llame a su propio hijo con su mismo nombre? – añadió con ironía. – Por supuesto que no – se respondió al momento. - ¿Qué monstruo haría una cosa así? – preguntó de manera retórica elevando sus ojos al cielo y con gestos de excesiva teatralidad.
-          Pero ¿es que no entiendes lo que eso significa? – preguntó enfadada. “Obviamente no” pensó, al observar la calma y ausencia de sentimientos en esta situación. - ¡Soy tu esposa! – exclamó con horror.
-          ¡Si claro! – exclamó Edward con un bufido; obviamente ahora sí que ya metido de lleno en el asunto. – Primero el padre y ahora el hijo – añadió, acusándole. - ¡Anda que no eres lista tú ni nada! – volvió a exclamar, airado e iniciando su marcha para alejarse lo más rápido posible de la cazafortunas y estafadora con que se había topado, antes de que se agotara la paciencia y calma que había mantenido hasta ahora y comenzase a soltarle improperios sin parar o incluso peor; llegara a ponerse violento con ella.
-          ¡Edward! – le llamó a voces ella, desesperada buscando su atención.
Y Edward Junior se paró. Así mismo en cuanto lo hizo, maldijo su estupidez suprema (incluso se insultó a sí mismo por ello) y se reprobó su falta de reflejos ya que podría haber fingido a propósito que no le había escuchado llamarle.
-          Soy tu esposa – aseguró, plantándose delante de él aunque sin mucha convicción en el tono de su voz; sin duda estaba afectada por lo que acababa de descubrir.
-          Seguro – dijo él, con ironía y sin creerle una sola palabra.
-          ¿Es que no me crees? –le preguntó ofendida al detectar el tono de ironía en su voz.
-          Premio para la señorita – anunció e incluso estuvo a punto de aplaudir.
-          No te acordabas de mí – le acusó, abatida y algo decepcionada. - ¿No te acordabas de mí? – preguntó al instante, golpeándole y con energías renovadas.
-          Me acordaba de ti del mismo modo en que tú lo hacías de mí – rebatió para picarla.
-          Al menos yo recordaba estar casada – rebatió ella a su vez, irritada con él.
-          Bien por ti – le felicitó él, nuevamente irónico antes de hacerla a un lado y reemprender el camino de vuelta.
-          ¡Edward! – volvió a gritar, golpeando además esta vez el suelo con el pie para manifestar de forma patente su ya evidente de por sí enfado. Por segunda  vez, él volvió a girarse y esta vez frunció el entrecejo a causa de su enfado con ella; que no dejaba de ser una mosca cojonera y consigo mismo; a quien se reprochaba su poca fortaleza o resistencia y lo rápido que se giraba al escuchar la mención de su nombre. “¡¡¡¿¿Qué??!!!” gritó mentalmente. O puede que no porque al ver la expresión en su rostro ella, agachando la cabeza preguntó con voz lastimera: - ¿Me vas a dejar aquí así después de lo que acabo de decirte? – preguntó.
-          Mira lo malo e insensible que puedo llegar a ser – respondió, echando a andar por tercera vez en la conversación.
-          Pero… - titubeó ella, confusa. – Pero… - repitió. – Yo soy… - añadió.
-          ¡Cállate! – ordenó o más bien ladró Edward. - No lo digas – le advirtió con cierto tono de amenaza. – He escuchado tantas veces la palabra esposa salir de tu boca que se me está levantando dolor de cabeza – añadió, rechinando los dientes y frotándose las sienes. – Así que ni te atrevas a intenta siquiera pronunciarla de nuevo – concluyó, esta vez sí amenazándola. Jezabel por supuesto se calló al instante. – Bien – dijo Edward, asintiendo. – Ahora dime, esposa – añadió y pronunció la última palabra de la frase reprimiendo las arcadas que su sonido le provocaba. – Por casualidad ¿no tendrás algún documento que certifique y dé validez a tus palabras? – le preguntó con rintintin y sin disimular su incredulidad ante esta posibilidad.
Jezabel vio el cielo abierto.
Y no porque en ese momento los rayos del sol se hubieran abierto camino a través de las nubes e iluminaran todo el cementerio; que también.
El motivo para este cambio drástico era que por fin le iban a dar la oportunidad de demostrar que todo lo que había dicho era cierto y dejarían de pensar que era una mentirosa, una aprovechada o una interesada. Y por eso, dado que su “vida” y su credibilidad estaban en juego, abrió su pequeño bolso y comenzó a mover todos los pequeños objetos que éste contenía de un lado al otro primero con toda la mano y luego, con dos dedos hasta que por fin encontró lo que estaba buscando: su licencia matrimonial perfectamente doblada en un rectángulo de papel cuya medida de altura no superaba cuatro centímetros.
Mismo papel que desdobló más de cinco veces para extenderlo y que adquiriese su dimensión de tamaño folio original antes de entregárselo con una amplia sonrisa que manifestaba la satisfacción de haber realizado bien el trabajo o haber entregado algo urgente justo dentro de los límites de tiempo.
-          Todo tuyo – dijo.
 Acto seguido señaló con el dedo el hueco donde aparecía su nombre completo; justo al lado del de ella como contrayentes, el hueco donde se reseñaba queel lugar de la ceremonia había sido la Old Parish Church de Gretna Green el 19 de marzo de 1816, que había sido el padre Patience el encargado de llevar a cabo la ceremonia y por último, le señaló las tres firmas que otorgaban plena validez al documento y que no eran otras que la de ella, la de él y la del susodicho sacerdote.
En estado catatónico y semipresencial fue como Edward vivió la situación.
Por supuesto que sus ojos siguieron el dedo de Jezabel; que así se llamaba la mujer que se identificaba a sí misma como su esposa. Un dedo que además se convertía en hiperactivo al entrar en contacto precisamente con ese papel.
Aunque toda la información que ahí aparecía era relevante, informativa y por tanto, importante, de manera inconsciente sus ojos dejaron todo lo demás como secundario y se centraron única y exclusivamente en la parte final del documento; es decir, en la firma. Y dentro de las tres, se concentró en la única que conocía y que no era otra que la suya.
La suya.
No había ningún género de dudas o interrogantes al respecto.
A él y solo a él pertenecía la signatura de oficialidad de ese documento porque a propósito y de forma involuntaria todo hay que decirlo, la primera vez que estampó su firma (tras numerosos intentos de perfectas signaturas, dignas de inclusión en libros debido a su belleza; si es que las firmas podían incluirse en un libro por este motivo) le salió un garabato tan feo, ilegible y difícil de imitar que le resultó imposible no tomarle cariño y descartarlo como la suya propia.
Reseñar como concepto clave de toda la situación que estaba profundamente borracho (para calmar los nervios) cuando firmó esa primera vez. Dicho estado de embriaguez a su vez inició una dinámica posterior de estados de embriaguez en momentos de inclusión de firmas en todos los documentos oficiales posteriores.
Pero nunca hasta lo de ahora había recordado (u olvidado mejor dicho) haber estado tan borracho como para haber firmado un documento y después haberlo olvidado  (o que a su conciencia viviente se le hubiera olvidado recordárselo de una u otra manera). Máxime en un documento de esas características y que cambiaba tu vida para siempre.
Lentamente Edward  fue desviando sus ojos hacia Jezabel, hasta que finalmente plantó un gesto de extrañeza y una pregunta no formulada no formulada de forma mental pero sí verbal. Misma cuestión que ella entendió pese al silencio y a la que respondió con un asentimiento; para una nueva confirmación del hecho.
En ese momento, la realidad le golpeó y abrumado, confuso y una mezcla de ambos sentimientos a la vez cayó al suelo en completo estado de shock.
-          Estoy casado – dijo sin aire; tan cansado como si acabase de realizar una de sus duras y habituales sesiones de entrenamiento físico y le hubieran interrumpido justo a la mitad.
-          Estás casado – dijo ella. - ¡Oh Dios mío! – exclamó transcurrido un instante apenas antes de que también cayera al suelo y sintiera el mismo cúmulo de sentimientos y emociones a la vez que su esposo. – Estoy casada – dijo, lamentándose y con cierto deje interrogativo en su tono de voz.
-          Estás casada – repitió y le confirmó él.
“No estoy viuda” se dijo mentalmente para evitar resultar odiosa e impertinente mientras negaba con la cabeza y desplazaba cual araña sus dedos por el suelo para confirmar de que esto no era un sueño sino la compleja y esperpéntica realidad.
El problema (o no, según se mirase) para Jezabel es que su esposo pensó y realizó justo exactamente el mismo movimiento y, como no podía ser de otra manera el contacto y el roce de sus dedos y manos fue inevitable.
-          ¡Ahh! – gritó él.
-          ¡Ahhhhhhhh! – respondió ella, aun más fuerte y como si estuvieran compitiendo.
Sus respectivos gritos aunque potentes y poderosos fueron cortos, y como no había nadie más visitando el cementerio a esas horas, este hecho permitió que ambos escuchasen el sonido del eco de sus voces.
Creyendo que el eco les iba a delatar y sobre todo, que sus gritos causarían la llegada del señor Sharp; hombre a quienes los dos temían, el feliz y bien avenido matrimonio a la vez se tapó el uno al otro sus respectivas bocas (o labios, más bien) posando sus dedos índices sobre los del contrario mientras chisteaban mandándose callar.
Se miraron y sonrieron, pensando en lo ridículos que eran y en lo irreal que era su situación y durante un instante, ambos pudieron percibir algo que si bien no era magia fruto de un enamoramiento fulgurante, sí cierta química o conexión que podría ayudar a explicar por qué habían decidido casarse ocho años atrás sin apenas haber cruzado palabra y reafirmando el dicho popular que certifica que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad.
Junior fue quien rompió el “encantamiento” y el que más rápido se ubicó en la realidad, al ser consciente de la tremenda bronca y esta vez la expulsión permanente (Al menos hacia su persona) que le supondría que el señor Sharp lo hallase allí. Por eso,  decidió marcharse de allí antes de que eso sucediese y se puso en pie, tendiéndole la mano a su esposa.
Una esposa que en ese momento rehusó su ayuda.
-          Solo soy tu marido ¿eh? – dijo con ironía. – No tengo la lepra ni ninguna otra enfermedad contagiosa como para que rechaces mi ayuda – añadió, dolido por el rechazo.
Era cierto que Jezabel le había rechazado, pero no por los motivos que él creía.
Había sido un detalle muy considerado y educado por su parte que le hubiese ofrecido su ayuda para ponerse en pie, sin embargo rehusó porque no estaba segura de que se sostuviera durante mucho tiempo más, ya que el descubrimiento de que su marido seguía vivo le había dejado muy afectada, débil y confusa mentalmente.
Además de que no dejaba de darle vueltas a la cabeza en lo difícil (y divertida por otra parte) que iba a ser su vida desde ese momento.
“¡Qué follón!” exclamó, lamentándose.
“Muy bien” se dijo Junior mentalmente al observar que su esposa Jezabel no se movía del suelo y se mantenía reticente a hacerlo.”Le daré cinco minutos más” concedió calculando el tiempo aproximado que tardaría el señor Sharp hasta su posición habiendo transcurrido ya unos instantes desde su revelador grito. “Si en cinco minutos no se ha recuperado, me marcho y allá ella con las consecuencias” afirmó.
Jezabel, con la seguridad y el convencimiento que le proporcionaba el hecho de que solo caía mal al vigilante y de que no había tenido ningún enfrentamiento grave con él, en cuyo caso esto solo sería considerado como una falta grave continuaba sentada en el suelo; tranquila y relajada, bueno, todo lo tranquilo y relajada que podía estar ante una situación tan catastrófica como era esta.
Edward en cambio era su antítesis y mientras esperaba que las piernas de Jezabel alcanzaran la suficiente forma física si bien no para salir corriendo sí al menos para caminar a una velocidad más rápida de lo habitual, comenzó a caminar con los brazos cruzado detrás de la espalda y de manera nerviosa sin dejar de mirarla en ningún instante; aunque eso sí, con sus sentidos y el rabillo del ojo alerta por si detectaba la presencia del vigilante en las cercanías; dispuesto en ese caso para huir.
Tuvo ese crispante comportamiento hasta que se acordó.
Y cuando lo hizo maldijo ni sabía ya por qué número su estupidez  y se preguntó cómo no había caído antes o pensado siquiera en esa posibilidad.
-          No nos precipitemos al sacar conclusiones con respecto a nosotros – anunció; para total extrañeza de Jezabel.
-          ¿Precipitarnos? – preguntó ella mientras parpadeaba y pensaba que no era el mejor verbo que podía haber elegido. – Yo creo que nos precipitamos hace ocho años al casarnos en una noche loca, ahora lo que podemos hacer es arrepentirnos porque todo está perdido – añadió. Y a medida que hablaba el tono de desolación en su voz se incrementaba.
-          No – afirmó él con rotundidad. Con tanta que captó la atención de Jezabel  y provocó que levantase la cabeza para mirarle mientras añadía: - Hay un esperanza para que todo esto que nos está pasando a los dos no sea más que un malentendido – añadió.
-          ¿Un malentendido? – preguntó ella otra vez. - ¿Cómo va  a ser un malentendido si en ese documento aparecen estampadas tu firma, la mía y la de un sacerdote que lo valida? – exigió saber. – Esto puede ser de todo pero desde luego ¡no un malentendido! – exclamó.
-          Pues yo no me lo creeré hasta que no tenga una versión oficial particular de los hechos – explicó. - ¿Has venido caminando hasta aquí? – le preguntó.
-          No en su totalidad pero sí un buen trecho – informó ella.
-          O sea que te gusta caminar – dijo él.
-          Sí – respondió ella aunque sin mucha convicción puesto que el hecho de andar se debía más en buena parte a una obligación que a una práctica por gusto si lo que quería era recuperar su figura de antaño.
-          Estupendo – dijo él con una sonrisa mientras asentía. – Ponte en pie porque nos vamos – anunció, esta vez sin añadir un gesto de ofrecimiento por temor a un nuevo y doloroso rechazo.
-          ¿Adónde? – preguntó y exigió saber desconfiada.

-          A arrojar algo de luz sobre este entuerto – respondió con un suspiro. Y para calmar en algo la intranquilidad que se reflejaba en el rostro de su mujer, no le quedó de otra que añadir: - No te apures – sugirió. – Sé exactamente quién es la persona que nos puede ayudar – añadió, visualizándola en su mente.

1 comentario:

  1. Por fin!!!! No huervvaaaaasss a hacerme esto por dios!!! Que me habías dejado a medias!!! Sigo leyendo que me sigues teniendo intrigada con todo este enredo!!!

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