martes, 7 de enero de 2014

Amigas duquesas I: De toda la vida. Capítulo 1

La espera ha terminado y ahora puedo decir sí que sí que estoy en modo escritora total on.
Sobre todo en lo que a esta historia se refiere.
Máxime y especialmente cuando he descubierto los puntos flacos que ésta tenía y que eran los que me bloqueaban a la hora de continuar.
Superados esos obstáculos, puedo ponerme ya sin temor a equívocos a terminarla de una buena vez; eso sí, me va a tocar reescribir lo que ya llevaba porque muchas de las cosas no me convencían y algunas de las conversaciones necesitan unas (ligeras o drásticas) remodelaciones.
¡Es mi propósito de Año Nuevo, y como tal he de cumplirlo!
Sabéis por el post previo cómo va a ir la cosa a partir de ahora, pero para que veáis que mi malignidad no es ni completa ni absoluta, os dejo el primer capítulo con los retoques finales. Y por tanto, será el definitivo.
He aquí:

CAPÍTULO I
Verónica ritorna a casa
Londres, 1815.
Hay un cambio en la memoria de cada hora,
Vemos la última prímula de los campos
Cuando las primeras amapolas brotan al romper el día.
¡Dolor por el cambio de las horas!
Dante Rosetti,  Orgullo de juventud (1828-1882)

Londres.
Frío.
Londres.
Gris.
Londres.
Lluvioso.
Frío, gris y lluvioso.
A priori, podrían parecer adjetivos estereotipados para describir a Gran Bretaña y a su capital; cuanto más si la estación del año en la cual se viajaba a dicho país era primavera y el mes específico en que se realizaba ese viaje era abril, con innumerables alusiones meteorológicas pluviométricas. Como bien decía su tía Ludovica (aunque ella no estaba muy segura de dónde lo había sacado. De hecho, la única certeza que tenía en este sentido era que no era de su cosecha, dado el cariz religioso del mismo) “San Marcos, [1]rey de los charcos”.
Sin embargo, en esta ocasión los adjetivos estereotipados eran perfectamente aplicables a la meteorología y a los paisajes que había podido observar y contemplar con todo lujo de detalles. De ahí que, Verónica Rossi, nuestra protagonista, exclamase un entusiasta y sintomático:
 “¡Por fin!” a la par que emitía un hondo suspiro cuando, tras varios intentos infructuosos en los que las cortinas se habían quedado atascadas apenas descorridas un palmo, pudo despejarlas del todo y apreciar de forma fidedigna y fehaciente cómo había cambiado la ciudad desde la última vez que la vio.
“¿Por fin?” se preguntó extrañada instantes después mientras arrugaba la mitad de su cara en un clarísimo gesto de confusión ante sus propios pensamientos.
Bueno, por una parte sí que podía exclamar un por fin de alivio porque su viaje no había sido precisamente un camino o un lecho de rosas: de entrada, era incapaz de dormir en ningún carruaje y, aunque había realizado la mayor parte de su trayecto en barco precisamente por ese motivo, el “corto” trayecto en carruaje desde el puerto de Londres hasta la calle Albermale Street[2], el cual era la etapa final en su viaje, la había dejado extenuada.
Y aunque final y breve, le resultaba terriblemente tedioso e incómodo;  no por el carruaje, el cual se notaba que era propiedad de una de las familias aristocráticas de Londres tanto en el exterior, gracias a la madera con la cual se había confeccionado, como por el terciopelo con brocados de oro que lo decoraba en el interior. Aunque algunos de los habitantes y marineros de los muelles de Londres parecieron no entender esta pertenencia y, si bien no tuvo que recurrir a la violencia física para montarse en su interior, sí que hubo de ponerse agresiva y vociferar y realizar aspavientos cual verdulera en día de mercado.
No.
El motivo principal  sumado al cansancio era el inmenso y abultado vestido verde oliva oscuro confeccionado con tela impermeable, expresamente para el clima británico.
Porque su vestido era color verde oliva oscuro, no negro.
Podría haber pasado mucho tiempo lejos de Gran Bretaña pero aún así, todavía recordaba que el negro era un color destinado a las viudas.
Y si algo estaba claro en su nueva situación era que, de ninguna de las maneras estaba viuda.
Los posibles equívocos en cuanto al color de su vestido, así como el enorme peso del mismo provocaban que  lo que más quisiera y deseara Verónica en ese preciso instante (incluso más que darse un baño para asearse y que la sensación de mal olor que creía que le acompañaba desde que se enfrentó a la peor calaña que habitaba los muelles o incluso por delante de comer)  que era bajarse del carruaje y quitarse semejante armatoste para ponerse un atuendo mucho más cómodo; o si era posible, ropa de dormir tapada con una bata. Justo como hacía en casa de su tía Ludovica.
Solo esperaba que en todo el tiempo que ella llevaba fuera, las medidas y normas de etiqueta se hubieran relajado mínimamente. En caso contrario, ese hecho, a priori insignificante, le recordaría de nuevo la certeza que tenía desde hacía ocho años: que ella no era igual que ellos y que por tanto, no pertenecía a su clase social.
Las diferencias entre entonces y ahora eran que ahora ella era perfectamente consciente de ello y que además, no le afectaba ni le importaba lo que pudiesen pensar de ella porque no tenía el más mínimo interés en conformar su exclusivista y falso grupo.
Ese era el motivo por el cual se había sorprendido y extrañado tanto cuando emitió el por fin con tan hondo sentimiento de alivio, puesto que una parte de ella sabía que iba a verse fuera de lugar, a chocar de frente y de lleno con las rígidas costumbres y convenciones sociales y que indirecta e involuntariamente, iba a darles la razón a aquellos que consideraban a las Rossi como mujer escandalosas y de comportamiento relajados.
Porque ella era una Rossi y no una Meadows; del mismo modo que ahora eludiría cualquier intento de caza o adhesión hacia su persona para que englobase y engrosase la aristocracia británica cuando precisamente ese había sido su objetivo vital años antes.
Tan radical cambio de opinión se lo debía ni más ni menos a dos aristócratas; quienes para más inri, eran sus propias tías paternas.
Unas tías paternas a las que no les había importado que les unieran lazos onomásticos y de sangre para aprovechar su momentos de mayor abatimiento, soledad y desamparo (la muerte de sus padres) para repudiarla en público y declararla bastarda; justo antes de su presentación de sociedad.
 Fecha y acción muy convenientes por otra parte y que demostraba hasta donde alcanzaba su malicia y la minuciosidad de sus planes ya que, al declararla bastarda se deshacían de ella para el resto de su vida, se desentendían de su manutención y de la negociación de su dote ante un posible matrimonio con algún aristócrata y además, por este motivo, incrementaban y engrosaban el patrimonio familiar que, curiosamente, iba parar por entero a su primo Gabriel; hijo único y enfermizo de una de estas “señoras”.
Afortunadamente para ella, no todas las tías eran iguales y, su tía materna Ludovica Rossi, una de las Rossi de ligeras costumbres y comportamiento social más que juzgable, la acogió encantada y con los brazos abiertos en su palacete barroco de finales del XVII situado en el Piamonte italiano.
¿Eran o no motivos suficientes y perfectamente entendibles para cualquiera a la hora de comprender el por qué de su cambio de apellido, de por qué ahora se consideraba más piamontesa que británica aunque había pasado más tiempo en estas islas que en la península europea o de por qué tuviera recelos y sentimientos encontrados en su viaje de regreso? En su mente, la respuesta estaba perfectamente clara.
Por otra parte, el hecho de que se hubiera convertido en su tía favorita de la noche a la mañana (principalmente porque no tenía otra) no quería decir que le gustasen todas y cada una de las acciones y comportamientos que ésta tenía hacia su persona.
Acciones como la de maquinar un plan perfectamente detallado junto con sus amigas para que viajase de regreso a Gran Bretaña en una travesía que según su tía, debía ser la imitación y versión femenina a la inversa del Gran Tour[3] que realizaban los universitarios pudientes.
Para cuando quiso darse cuenta de lo que estaba pasando por la mente de su tía, ésta ya había cerrado todos y cada uno de los detalles acerca de la visita que realizaría a las tierras gobernadas por Jorge III.
Al principio su cabezonería y reticencia vencieron y, en consecuencia, se negó de todas las maneras posibles a viajar; mucho menos si el motivo era únicamente la diversión. Sin embargo, una vez superados su comportamiento y sus rabietas infantiles se dio cuenta que, quizá la idea de su tía no había sido tan mala porque si había un motivo por el cual sí que deseaba regresar a Gran Bretaña; aunque sólo fuera una vez.
Y ese era sin duda, el reencontrarse con sus amigas; quienes sin duda habrían cambiado tanto en estos ocho años como lo había hecho la fisonomía de la ciudad. En este sentido, aunque las cartas que su amiga Penélope le enviaba (en un perfecto y sorprendente italiano) informándole acerca de sus hechos cotidianos así como de los acontecimientos más notables sucedidos en la corte eran de una ayuda e inestimable información, no eran suficiente.
Debía verlo y ser testigo directo de un hecho, un acontecimiento notable o un escándalo sucedido en la corte. Y no había otro modo de hacerlo que viajando hasta el corazón mismo de esos posibles hechos futuros.
Además, no quería admitirlo pero… en cierto rincón de su cerebro pero sobre todo una parte de su corazón añoraba Londres; no en vano había sido su hogar durante dieciocho años (aunque los dos últimos habían sido para olvidar, y en eso estaba).
Por si una visita a las tumbas de sus padres honrando la memoria de sus felices recuerdos familiares como una Meadows no fueran argumento suficiente para regresar y con ello poner punto poner punto y final a un capítulo más feliz que triste de su vida no fuera suficiente, Londres continuaba siendo el lugar de residencia de sus tres mejores amigas. Amigas a las cuales podía considerar sus hermanas ante la ausencia de unas hermanas reales en su vida.
Mismas amigas que, tras nueve años sin verse tendrían infinidad de cosas que contarse y las cuales era imposible incluir en cartas.
“Empezando por mí” pensó, incapaz de reprimir una sonrisa.
Sin duda que de las cuatro (a menos que sorpresa o escándalo de última hora), Verónica iba a ser la que más cosas tendría que contar; de entrada, sus amigas iban a quedarse mudas de asombro cuando descubrieran que su apellido ya no era Meadows, sino Rossi. Hecho que había decidido mantener en secreto firmando todas sus misivas por el apodo cariñoso que Rosamund le adjudicó durante el tiempo en el que las cuatro coincidieron en la escuela para señoritas de Miss Carpet.
Ya no era Verónica Eduvina Meadows; ahora era Verónica Eduvina Rossi.
-          Verónica Eduvina Rossi – repitió en voz alta. Y mientras lo hacía, no pudo evitar que el orgullo le hinchara el pecho mientras que esbozaba una sonrisa recordando cómo había pensado que su nombre con el apellido italiano sonaba terriblemente ridículo las primeras veces que los había pronunciado en voz alta y, para sí.
“¡Qué idiota e inmadura!” exclamó conteniendo un ataque de risa mordiéndose el labio inferior y tapándose la cara con ambas manos. “Ya basta de recrearse en los errores pasados” se ordenó a sí misma instantes después, sacudiendo la cabeza para enfatizar y borrar de forma más rápida y efectiva tan vergonzosos recuerdos. “Es tiempo de recomponerse y superarlo definitivamente” añadió.
Por este motivo, quitó las manos de su rostro…con tan mala suerte que el anillo que llevaba en el dedo anular de su mano izquierda se enganchó en la raíz de su pelo y, con el movimiento, lo arrancó de su cabeza.
-          Merda! – exclamó mientras siseaba; repentinamente enfadada.
No obstante, poco tiempo duró su enfado; concretamente el breve instante que transcurrió entre que se arrancó el cabello y se miró la alianza de oro para desenroscarlo del diamante de tamaño considerable  que ésta poseía.
La mera contemplación de la joya y sobre todo, el recuerdo y la evocación de la persona que se la había entregado como muestra y prenda de su amor por ella, provocaron que los pensamientos negativos desaparecieran y fueran sustituidos nuevamente por una sonrisa de felicidad.
“Dante” pensó, mientras suspiraba.
Pero ¿quién era este Dante?
Pues se trataba ni más ni menos que de Dante Filippi; un joven conde  napolitano y quien, para más señas, era su prometido.
Un prometido del que sus amigas tampoco tenían ni idea de su existencia y por tanto, si sorprendidas iban a quedarse cuando descubrieran el cambio de su apellido, las tres se caerían de culo (y ya no solo Penélope) fruto del tremendo impacto que les causaría esta noticia.
Si incluso a ella misma le costaba creer el hecho de que estuviera prometida, no querría ni imaginar las reacciones que sus amigas tendrían ante esta noticia. Muy especialmente temía la de su amiga Katherine, la incomparable de su temporada y generación,  la cual, precisamente por la obtención de este título, debería estar ya casada.
Aunque, para se completamente sincera consigo misma, también sentía algo de temor ante la posible reacción de Rosamund; especialmente cuando conociera el lugar de origen de su prometido ya que, con esta elección rompía el pacto que todas establecieron años atrás.
Pero ella no tenía la culpa de que su hombre ideal no cumpliera ninguna de las características y exigencias establecidas cuando apenas eran unas crías y no tenían ningún tipo de criterio sobre el sexo masculino o cuando, en su caso, el dechado de todas las virtudes y perfecciones mundanas se concentraban en la persona de Jeremy Gold, el hermano mayor de Katherine.
Utilizando el símil climatológico, había llovido mucho desde entonces y ella ahora iba a contraer nupcias con Dante, se pusieran como se pusieran sus amigas y… en cuanto éste viniera a buscarla a Gran Bretaña.
¿Era o no era una prueba del amor y la devoción que le profesaba así como una tremenda e inmerecida confianza en ella que,  apenas prometidos, le permitiese realizar este viaje tan largo sola? En su opinión sí.
La opinión de su tía sin embargo, era bien distinta: según Ludovica,  el motivo por el cual no había puesto ningún tipo de reparos en dejarla marchar era porque, mientras ella estuviera fuera, el tendría el tiempo suficiente para continuar disfrutando de su soltería como solo un joven aristócrata sabe hacerlo. De ahí que le advirtiese dos cosas antes de partir:
1.      La primera era que debía recordar quién era en todo momento y la mala fama que ellas tenían para la sociedad británica, por lo que podía cometer un escándalo, ya que todo el mundo así lo esperaba.
2.      Y la segunda era que, debía aprovechar el tiempo y empaparse de nuevo de Gran Bretaña y por ello, no solo debía pasarlo bien con sus amigas; también debía divertirse de la misma manera en que lo iba a hacer su prometido; quien según sus propias informaciones, era todo un Casanova.
Obviamente, ella tenía sus propias respuestas y pensamientos ante tales consejos ya que, de ninguna de las maneras iba a convertirse en la protagonista de un escándalo  por mucha fama previa que su familia materna tuviese y tampoco iba a divertirse en el modo en el que su tía le había recomendado de forma tan velada (es decir, entretenimiento sexual con algún amante).
Era cierto que su tía podía tener cierto reparo y suspicacia por Dante debido a la inusual manera que tuvieron de conocerse, pero no había pasado tanto tiempo a solas con él como ella y tampoco le conocía tan bien. Solo se estaba dejando llevar por sus prejuicios e ideas preconcebidas gracias a su atractiva apariencia. Una apariencia de la cual él no tenía nada de culpa.
O puede que incluso  tanto resentimiento lo que ocultase en realidad era la envidia y el deseo frustrado de no haber conseguido convertirlo en otro más de sus innumerables amantes.
Porque fue precisamente en su palacio lleno de cortesanas donde se produjo su primer encuentro, preludio de un posterior romance.
Pero ¿qué hacía Dante precisamente allí?
Desde luego no buscar una chica de compañía (lo cual refutaba el punto de vista de Verónica acerca de su prometido). Estaba allí como acompañante en la “iniciación” de su hermano Fabrizio. Más tarde sin embargo, más concretamente el día en que le pidió matrimonio,  se enteró de que cayó tan profunda y fulminantemente prendado de ella cuando la vio caminar distraída hacia el “despacho” de su tía que, modificó sus planes iniciales de ir a celebrar al bar el gran paso de su hermano por perseguirla y conseguir algo más de información sobre su “inglesita”.
“Inglesita” dijo mentalmente mientras volvía a sonreír.
Ése era el apodo cariñoso que todos utilizaban al principio para referirse a ella en el Piamonte, aunque en numerosas ocasiones también utilizaban la palabra lady. No era de extrañar debido a la palidez de su piel, a su manera de vestir “simple” si la comparabas con las del resto de mujeres (prostitutas o no del lugar) y a sus maneras a la hora de comportarse; demasiado recatadas para lo que al Piamonte se refería.
No obstante, todo eso cambió desde el mismo momento en que su curiosidad le llevó a probarse uno de los pesados vestidos barrocos de su tía, porque desde ese mismo momento, ya no vistió nada más. Eso sí, modificados porque según su criterio, esos vestidos enseñaban mucha más carne de la necesaria.
“Insinuar más que enseñar” pensó, recordando uno de los innumerables consejos que su tía le había dado a lo largo de los años.
Justo en ese preciso instante, Verónica miró por la ventana y comprobó que había comenzado a lloviznar ligeramente y por ello, no pudo evitar plantar un gesto de satisfacción en su rostro mientras agitaba la enorme falda impermeable de su previsor vestido.
-          Pero ¿cuánto falta por llegar? – preguntó entre suspiros, harta de estar tanto tiempo en el interior del carruaje  e impaciente por abandonarlo. Tan impaciente y frustrada a la vez, que golpeó con el dorso de la mano la tapicería del mismo.
-          Falta muy poco señorita – respondió el cochero. Un cochero que, al parecer la había escuchado y había malinterpretado el golpe que le había dado a la tapicería del mismo fruto de su frustración como una señal de que el mensaje estaba dirigido a él.
Verónica se avergonzó sobremanera al saberse descubierta, tapándose el rostro con ambas manos. E incluso lamentó y se reprendió su ataque de violencia momentánea en de manera mental pero… es que tenía tantas ganas de que todos la vieran y se cerciorasen de cuánto había cambiado en estos nueve años…
Solo esperaba (y rezaba, por qué no comentarlo) que Katherine no se tomara demasiado en serio su radical cambio físico e intelectual como una ofensa y se enfadase con ella o la viese como una rival a tener en cuenta para atraer la atención de los hombres solteros y dispuestos a contraer nupcias porque, nada más lejos de la realidad.  Las únicas destinatarias de dichas “atenciones” eran sus tías paternas.
No obstante, no podía estar completamente segura en este terreno porque, en lo que a llamar la atención a destacar en sociedad se refería, Katherine Gold era extremadamente competitiva, recelosa y envidiosa de aquella que se osase a hacerle sombra. Y lo que era peor, su madre la alentaba para que lo fuese.
Sería mucho más sencillo para ella explicarle que el hablar varios idiomas, el cuidar su alimentación para conservar una dentadura intacta y blanca,  el hecho de haber aprendido a tocar el piano y de que hubiera tomado lecciones de canto (cosa que no se le daba del todo bien; máxime cuando tenía que hacerlo en público) y el conocimiento y estudio del complejo protocolo británico, era la forma que tenía de vengarse de la declaración pública de bastardía y rechazo de los Meadows si vivieran solas en la misma casa, emulando los días en que habían sido compañeras de cuarto en la escuela para señoritas de Miss Carpet. Sin embargo, dado que Katherine no se había casado y que solo las mujeres de reputación dudosa y cuestionable vivían solas, eso era un imposible y por tanto, debía compartir residencia con el resto de miembros de la familia Gold.
Jeremy incluido.
Mentiría a toda aquella persona que se lo preguntase (si es que alguien más además de la susodicha familia o de sus amigas se acercase a hablar con ella) si el conocimiento de que el primogénito de los Gold también compartía la vivienda familiar  en Albermale Street no le causó una tremenda sorpresa.
“Jeremy Gold” pronunció su nombre mientras se reía de forma suave.  “Jeremy Gold” volvió a pronunciar sin dejar de reír.
-          Jeremy Gold – dijo por fin en voz alta mientras asentía y suspiraba, recordando momentos e instantes de su infancia.
Una infancia y parte de su adolescencia en la que Jeremy Gold era personaje recurrente porque no había sido otro que el hombre del que había estado profundamente enamorada.  Si es que las personas consideraban que la tierna edad de doce años era lo suficientemente precoz y a la vez madura como para hacerlo. Así había sucedido con ella.
Un amor ya pasado y superado pero al cual no dejaba de recordar con tremendo cariño por este mismo motivo y quizás por este mismo motivo, aún le tenía en cierta estima. Cuanto más desde que se enteró (estando ya en el Piamonte) de que su matrimonio con Rebecca, al contrario de lo que la inmensa mayoría de la opinión pública pensaba, no fue dichoso o feliz.  Paradójicamente, Penélope, la más científica y empirista de sus amigas, acertó de pleno con su vaticinio en lo que al futuro de este matrimonio se refería.
Pero, por si la desdicha e infelicidad en un matrimonio que empezó con amor no fuera suficiente, a día de hoy Jeremy era un hombre viudo.
De hecho, el impacto de la muerte de Rebecca fue tal que incluso ella, pese a no ser familia directa, llevó un par de días vestidos de luto en la casa de cortesanas de su tía. Hasta que esta la tildó de estúpida y se lo prohibió terminantemente.
Lo que no pudo impedir por el contrario fue que se pusiera en contacto con él para expresarle sus condolencias mediante una carta. Carta que jamás hubiera sido posible enviar sin la complicidad de su sirvienta predilecta Caro.
Verónica esperaba que esa fuera la primera de muchas cartas con las que recuperar la extraña amistad que los había unido pese a la diferencia de edad entre ambos (él era ocho años mayor) pero nada más lejos de la realidad. De hecho, esa fue la única y la última carta que se enviaron.
La idea y el concepto quedaron claros para Verónica: la pérdida de su esposa afectó a Jeremy más de lo que se había imaginado en un principio. En consecuencia, con la ausencia de respuesta por su parte lo que vino a demostrarle y a dejarle claro era la profundidad e intensidad de sus sentimientos por ella. O dicho de otra de manera, debía pasar página y olvidarse de él.
Y así lo había hecho…hasta ese momento.
Dicho instante en el carruaje en que, repentinamente había vuelto a recordarlo con una intensidad tan vívida que la imagen que recordaba de él de hacía ocho años atrás - alto, rubio, con el pelo corto peinado siempre hacia atrás y sin que ninguno de sus cabellos se moviera de su sitio, fuerte, simpático, risueño, dicharachero y sobre todo, muy enamorado de su esposa – pareció tan real y viva que, tuvo que alargar el brazo para cerciorarse de que no era más que producto de una imaginación que combinaba nervios ante el reencuentro y cansancio del viaje.
Obviamente, el tiempo pasaba para todos y el aspecto de Jeremy, aunque similar, pues al fin y al cabo no dejaban de ser la misma persona, seguramente habría cambiado.
“¿Cómo estará ahora?” se preguntó con curiosidad. “¿Cómo estará después de nueve años?” insistió en el mismo tema mientras realizaba un ejercicio de imaginación mordiéndose el labio e intentaba recrear una imagen actual de él en la actualidad, sin ningún resultado satisfactorio o convincente. “Seguramente muy atractivo” convino finalmente, sin ser muy consciente de sus pensamientos hasta que finalmente los dejó fluir de su mente.
Desconcierto fue lo que sintió cuando fue realmente consciente de la respuesta instantánea que su mente proporcionó a dicha pregunta. Desconcierto e incredulidad a partes iguales, ya que no era capaz de creerse que después de tanto tiempo transcurrido desde la superación de su enamoramiento infantil, esa fuera la respuesta que su mente le proporcionase.
¡Ah! Y rabia.
Rabia consigo misma porque, según las palabras de su tía Ludovica aquellas respuestas y pensamientos que sirven como respuesta instantánea son los más sinceros que una persona alberga. Así que, eso significaba que aún consideraba atractivo a Jeremy Gold.
Y eso estaba mal.
Estaba muy mal, sobre todo porque estaba prometida a otro hombre.
Quizás eso no fuera muy significativo para otras mujeres aristócratas (algo había oído acerca de cierta duquesa de conducta escandalosa) pero para ella significaba compromiso total con la persona con la que iba a contraer matrimonio.  De ahí la opresión y el enorme sentimiento de culpabilidad que sentía en esos precisos instantes.
En cualquier caso, culpable o inocente, sus dudas acerca del aspecto actual de Jeremy Gold iban a despejarse en escasos instantes porque, finalmente, su carruaje estaba iniciando el camino de entrada hacia la residencia de los Gold en Albermale Street…




[1] San Marcos: Uno de los cuatro evangelistas y además obispo de Alejandría, lugar donde falleció en el año 68 d. C. Los Hechos de San Marcos, un escrito del siglo IV d. C refieren que fue arrastrado por las calles de Alejandría atado con las sogas al cuello. Después, fue encarcelado y el martirio se repitió en sucesivos días hasta que falleció. Luego, echaron su cuerpo a las llamas, pero los fieles consiguieron sacarlo y evitar su destrucción. Esto sucedió el día 25 de abril, de ahí que los cristianos celebren y conmemoren su festividad este día.
[2] Albermale Street: Calle de Londres situada en el barrio de Mayfair. Fue construida por un sindicato de promotores a cuya cabeza se hallaba Thomas Bond. Este mismo sindicato fue el que construyó Bond Street y Dover Street y para ello, compraron Clarendon House en 1683 al segundo duque de Albermale, la demolieron y comenzaron a desarrollar el área.
Albermale Street fue la primera calle de circulación en un solo sentido creada con el propósito de una mejor circulación de tráfico y a su vez, más fluido en Londres. La decisión se tomó después de que Thomas Davy diese una serie de conferencias en la Royal Institution y causase la paralización de la ciudad creada por las colas de los carruajes de caballos.
Por último, Albermale Street es conocida y era conocida por la relación entre ésta y Lord Byron, ya que en el número 50 de la misma vivió su editor: John Murray.
[3] Gran Tour: Era un viaje por Europa, cuyo auge se situaba entre mediados del siglo XVII y las dos primeras décadas del siglo XIX, coincidiendo con el auge del ferrocarril, un medio de transporte que hacía los viajes más económicos y asequibles. En su mayoría era realizado por jóvenes de clase media alta y era visto como un viaje de formación y esparcimiento previo a la edad adulta y al matrimonio El recorrido del mismo solía ser muy variado, aunque para los viajeros británicos solía ser el siguiente: o bien se iniciaba en Calais (desde se partía a París) o bien en los Países Bajos, desde se visitaba París y Francia o bien, podía visitarse Alemania.
Pese a todo, hay quien viajaba primero directamente a Italia (el segundo territorio de visita obligatoria) para después volverse por tierra.

Y por si interesa u os da curiosidad de cómo era el anterior, aquí os dejo el enlace.
Podéis leer ambos y comparar.
Enjoy!

1 comentario:

  1. tu eres una persona muy malota malvada malefica maligna mala que tu perversidad y malignidad no conoce limites me has dejado con la miel en los labios y pidiendo maaas malefica

    hoy sere breve:

    QUE GANAS TENGO DE VER LAS REACCIONES DE TODO EL MUNDO ANTE LAS NOVEDADES DE RONNIE Y SOBRE TODO DE VER LA REACCION DEL PROPIO JEM QUE GANAS... SOLO DIGO ESO

    HE DICHO

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