miércoles, 12 de diciembre de 2012

La ciudad de la bruma

Londres.
Siglo XIX.
Misterio.
¿Qué mas se le puede pedir con estos ingredientes?

¡Pues una novela con muy buena pinta!

martes, 4 de diciembre de 2012

AURORA


Eran las siete de la mañana del cinco de septiembre de 1820 y por tanto, aún no había amanecido. Lo cual significaba que la inmensa mayoría de las personas estaban durmiendo todavía, aunque también era cierto que una buena parte de la población londinense (la que tenía que trabajar) se despertaría dentro de muy poco tiempo.
No obstante, ése no era el caso de William Crawford; quien dormía plácidamente dando suaves ronquidos en intervalos temporales bastante grandes.
Y ese tampoco era el caso de su Penélope Crawford; su esposa, quien desde que había contraído matrimonio con el duque de Silversword, había adquirido el “mal” hábito de no madrugar y remolonear en la cama hasta por lo menos las nueve de la mañana y por tanto, como aún no era su hora de despertarse, dormía casi tan profundamente como su marido.
De hecho, deberían estar durmiendo abrazados, como venían haciéndolo habitualmente desde que se casaron. No obstante, dadas las circunstancias especiales en las que la duquesa se encontraba, no era mejor idea del mundo.
Circunstancias especiales que no eran otras que un nuevo embarazo. Puntualizando y siendo más concreto, un avanzadísimo estado de gestación. Tan avanzado como que estaba de nueve meses.
Circunstancias que además eran un añadido en opinión de William para que su esposa permaneciese más tiempo en la cama y descansase el mayor tiempo posible.
Orden que él mismo se encargaba de que cumpliese sin rechistar debido a los recuerdos de su parto anterior (y que era el único motivo y tema de sus pesadillas).
De ahí que no se tomase demasiado bien ni reaccionase con excesivo entusiasmo cuando su esposa le comunicó la noticia de que iban a ser padres nuevamente: tenía pánico de que la situación se repitiese y Penélope se reencontrase a las puertas de la muerte por un parto difícil.
Sin embargo, la futura mamá tenía la impresión de que esta vez iba a ser diferente. De hecho, había bastantes indicios e indicadores de que así sería:
-          Para empezar, al contrario que la vez anterior, esta vez si que sabía cuál iba a ser el sexo del bebé: una niña.
Así se lo confirmó primero la germinación del trigo antes que la cebada cuando compró las semillas pertinentes y lo reafirmaron el resto de métodos que utilizó en su embarazo anterior y que le habían resultado fallidos (claro que la vez anterior esperaba gemelos, de ahí la falta de resultados o las respuestas contradictorias).
-          Otro indicador de que sería diferente fue el absolutamente horrible primer trimestre de embarazo que había sufrido, con náuseas, mareos y pequeñas bajadas de azúcar casi a diario (ausentes en el primero) y que le impedían abandonar su casa durante la primera mitad del día; corrigiendo los artículos de Christina en el hogar familiar y usurpando sin ningún tipo de reparo el despacho de su marido.
-          Y por último, el tercer indicador diferencial entre uno y otro fue el apetito voraz que se le había despertado, con el cual había entrado en una especie de círculo vicioso durante los tres primeros meses de embarazo puesto que a más vomitaba, más ganas de comer e ingerir nuevos alimentos tenía.
Motivo por el cual esta vez no quiso conocer el número total de libras que había ganado con este nuevo embarazo y que servía a su vez como otras de las diferencias comparativas con el embarazo anterior.
Por todo ello, la futura mamá sabía que este embarazo iba a ser diferente y su parto de iba a desarrollar sin problemas. Estaba casi segura al cien por cien.
De hecho, no había refutado su presentimiento porque no tenía pruebas científicas lo suficiente poderosas en lo que ha credibilidad y refutación se refería; ya que sino, lo hubiera hecho.
La hasta entonces completamente dormida Penélope se despertó repentinamente en cuanto notó un pinchazo por la zona de la vejiga y sintió una imperiosa y repentina necesidad de ir al baño.
Necesidad que era otra de las desventajas de estar embarazada: que se pasaba la mitad del día yendo al baño; sobre todo en los dos últimos meses, pues creía y se veía incapaz de controlar sus esfínteres miccionales diarios.
Por este motivo se levantó de la cama suavemente para no despertar a William (alarmista en exceso) y muy despacio ya que era tal el tamaño de su barriga que su velocidad de movimientos y reacciones había disminuido considerablemente.
Misma barrgiga contenedora de su hija a la que le habló entre susurros para que su marido no notase la diferencia de grosor (aumentado) del colchón en cuanto hubiese abandonado la cama matrimonial.
Por suerte o lo hizo y, de puntillas se dirigió al cuarto de baño…
William se despertó en cuanto fue lo suficientemente consciente (dentro de su estado  medio somnoliento) de la conjunción de dos factores de miedo y alarma:
-          El primero de ellos fue cuando fue a tocar la espalda de Penélope para sentir el contacto de su esposa junto a él y recordarle con este simple y nimio gesto que debía permanecer en la cama puesto que aún no había amanecido (así lo confirmaba que no había comenzado a entrar la luz por la ventana).
Contacto que, por otra parte era el único seguro y recomendado por el doctor y permitido por la susodicha; especialmente sensible en cuanto al tema del contacto físico matrimonial y rotundamente negada a dormir abrazados ya que así el sería plenamente consciente de la dimensión total y real de su tripa.
Y eso era lo único que ella no quería que conociese, pues ya bastante acomplejada por ello estaba ya ella por los dos.
-          Y el segundo se produjo cuando agarró las sábanas para arroparse (ya que no había sido consciente de que estaba desarropado hasta la cintura hasta que sintió una ráfaga de aire que hizo que el vello de sus brazos y su pecho de pusiese de punta (unos más evidentes que otros) y sintió una mancha de líquido muy reciente en ella.
El primer pensamiento que se le vino a la cabeza fue que sus hijos habían vuelto a hacerles una visita nocturna silenciosa para dejarles ese “recuerdo” y “regalito” en la cama de sus padres para hacerles patente que estaban aprendiendo a desenvolverse a vivir sin compresas, pero que no les había dado tiempo a llegar al orinal de su baño.
Aunque también cabía la posibilidad bastante real de que lo hubieran hecho a propósito, ya que si por algo se caracterizaba el carácter y comportamiento de los pequeños gemelos Crawford era por no ser nada angelical.
Sin embargo, hoy le dio el presentimiento de que no había sido por eso, así que se levantó de la cama, se puso una bata (porque dormía desnudo todo el año) y se dirigió al cuarto de baño, bostezando y restregándose los ojos durante todo el camino.
Sus sospechas se confirmaron cuando comenzó a ver las primeras y pequeñas gotas de sangre justo en la entrada del habitáculo y cómo esas gotas incrementaban su tamaño y se convertían en un reguero al entrar en él.
“No” pensó angustiado. “Otra vez no” se repitió.
-           ¡Penélope! – gritó angustiado mientras miraba alternativamente y de forma bastante rápida a todos lados (aunque por ello sin centrar la vista el tiempo suficiente en ningún lugar en particular) sin verla. - ¡Penél…! – volvió a gritar.
-           ¡Shhh! – ordenó ella de manera muy suave.
Y entonces la vio.
Dentro de la bañera.
Con el camisón lleno de sangre en la zona de su bajo vientre.
Camisón cortado de manera brusca y artesanal pasando de su largo habitual hasta entonces por los tobillos a por debajo de las rodillas y  lo que era más importante…
Con un bebé en sus brazos completamente limpio.
-          Enhorabuena señor Crawford, acaba de ser papá nuevamente – le dijo sonriente y dándole un beso en la cabeza a la pequeña entre sus brazos.
William intentó de todas las maneras posibles que el impacto de esta noticia no se le notase o, que se notase lo menos posible, pero fue en vano, ya que en cuanto vio cómo la niña miraba en su dirección comenzó a señalarlas temblando primero la parte superior de su cuerpo como una de las gelatinas que tanto le gustaban de postre y después, temblor extendido al resto del cuerpo.
Temblor que provocó que las piernas le flaqueasen y que cayese de culo justo sobre el charco de sangre más grande que había en el suelo del cuarto de baño.
-          William ¿estás bien? – le preguntó Penélope preocupada. Asintió imperceptiblemente y a duras penas. – Estás blanco y parece que en cualquier momento te marearás o expulsarás toda la bilis que contiene tu estómago, ya que al ser las horas que son, no creo que haya mucho más que agua dentro de él – añadió.
De un respingo, William se acercó hasta la bañera:
-¿Es mía? – preguntó maravillado.
-           Creo que sí – respondió asintiendo.
-           ¿Está bien? – preguntó.
Penélope asintió.
-          ¿Y tú? – preguntó él, observando su rostro atentamente. - ¿Estás bien? – le preguntó. Sin embargo, no le dio ni tiempo ni opción a responderle ya que de forma compulsiva y nerviosa comenzó a palparle todo el cuerpo, a tocarle la frente mientras hacía lo propio con la suya para cerciorarse de que su temperatura corporal era la correcta y adecuada y sobre todo, lo que le causó más reparo y vergüenza a la recién estrenada por segunda vez en la maternidad, para mirarle exhaustivamente la zona de su cuerpo de donde acababa de salir su segunda hija, tercera en el cómputo global.
Acción para la cual tuvo que ponerse en pie, permitiendo que ella viera su enorme mancha roja en el trasero y se echara a reír suavemente.
Cuando William escuchó reírse a Penélope, se giró de forma instantánea con la ceja enarcada y lanzándole con este gesto la pregunta mental que se estaba formulando:
-          Señor duque, está usted todo manchado de sangre en la zona del culo – explicó ella aguantando la risa. William seguía sin entender el motivo de risa de su mujer. – Parece que acabaran de reventarle todas las hemorroides de su cuerpo – añadió, echándose a reír aunque la situación fuese realmente asquerosa si a alguien le daba por imaginar.
Hecho que había realizado precisamente William (y por tanto, no le parecía gracioso en absoluto) pero al final, la risa de su mujer acabó contagiándole y él hizo lo mismo.
-          Señora Crawford, al menos mi mancha es de sangre que no es mía y no estoy tan sucio como usted, que ni se sabe de qué es exactamente de lo que se ha manchado de tanta mierda como lleva encima – le respondió.
Ambos se echaron a reír a carcajadas (sobre todo porque cuando William cayó cerró la puerta del cuarto de baño y eso atenuaba bastante el posible ruido y revuelo que pudieran  haber causado a esas horas)
-          Estás perfectamente bien – dijo William maravillado mirando a su esposa lleno de amor y agradeciendo mentalmente que todo se hubiese desarrollado bien y sin ningún tipo de percance o circunstancia desfavorable en esta ocasión.
-          Ya te dije que era una chica fuerte – le respondió ella con una sonrisa de autosuficiencia.
-          Ahora te creo – dijo, besándola en los labios.
-          Will… - dijo ella cuando su beso concluyó. - ¿Podrías llamar a la señora Potter? – le pidió. – Es que necesito que venga a cortarme el cordón umbilical para que esta pequeña sea ya independiente del todo – explicó.
-          Claro – respondió dándole otro beso en los labios. – En cuanto me digas cómo se llama mi nueva hija – añadió.
-          ¡Will! – exclamó ella. – Esto es muy importante – recalcó.
-          Claro que sé que eso es importante – respondió él. – Estuve hablando de los detalles del proceso con el doctor Phillips – añadió para que le creyera. – Pero considero que también es muy importante el conocer cómo se llama mi nueva hija – replicó – Y no te atrevas a sugerir siquiera que no has pensado en un nombre para ella porque no te creo – le advirtió.
-          ¿En serio no vas a ir? – le preguntó Penélope, incrédula. William negó con la cabeza. – Pues gritaré – replicó, satisfecha.
-          Adelante – le instó. – Pero déjame recordarte que si gritas despertaras a nuestros pequeños monstruitos que ahora mismo duermen profundamente y ajenos a la situación que tú y yo estamos viviendo en este baño – añadió.
-          Y una vez despiertos, no hay quien los vuelva a dormir hasta la breve siesta de media tarde… - incidió. - ¡Con lo fácil que sería que yo me acercara a la habitación de la señora Potter y la despertase con suaves golpes en la puerta para que venga a cortarte el cordón umbilical silenciosamente….! – dejó caer.
-          Eso es juego sucio, milord – respondió ella bufando y con los ojos entrecerrado y una furia manifiesta saliendo de ellos (de hecho, le estaría señalando si pudiera en ese momento y si la niña no ocupase por completo sus dos brazos).
-          Todo vale en el amor y en la guerra – respondió él dándole un largo beso. – Y el juego sucio es mi favorito – añadió en susurros seductores con el rostro a pocos centímetros del suyo.
Penélope gruñó y bufó para hacer patente a su esposo con estos para nada femeninos, gestos que había claudicado; cosa que odiaba hacer sobremanera, por otra parte.
-          Está bien cabezota – dijo entre dientes. – Aurora – añadió.
-          ¿Aurora? – preguntó extrañado. - ¿Cómo la Bella Durmiente? – añadió, conocedor de este hecho porque se había vuelto un lector asiduo y continuo de cuentos infantiles de princesas desde que Penélope había tenido a Amanda.
-          Sí – dijo Penélope. – Pero no – añadió de inmediato, creando confusión a William. – Aurora, como la diosa romana del amanecer – explicó, recordándole su exquisitez de criterios a la hora de elegir nombres para sus hijos. – Y Aurora, justo como la hora en la que se produjo su nacimiento – apostilló.
William volvió a agacharse y antes de que su esposa volviera a abrir la boca, le agarró la cabeza de forma suave y esta vez sí, le dio un beso con todas las letras de la palabra.
Un beso que dejó a Penélope atontada y que a él le dio la capacidad suficiente de margen y maniobra para ponerse en pie y decirle a su esposa:
-          Voy a despertar a la señora Potter – No te muevas de aquí porque enseguida volvemos – le ordenó.
-          ¡Cómo si pudiera irme a correr o a montar a caballo por Hyde Park! – replicó Penélope entre susurros (pues Aurora se había dormido) con ironía.
Para sacar aún más de quicio a su esposa, William le lanzo un beso a su esposa antes de salir de cuarto de baño y cerrar la puerta sin llegar a encajarla mientras sonreía.
Cuando se giró, un potente rayo de sol atravesó el encapotado y lleno de nubes grises y negras anunciadoras de lluvia, iluminó la inmensa estancia que era el dormitorio matrimonial de los duques de Silversword y que le alcanzó justo en el centro de su pecho, provocando que sintiese el calor que éste emanaba.
Rayo de sol que fue tomado como una señal y un indicio inequívoco por William Crawford, creyente fiel de este tipo de coincidencias.
“Hoy va a ser día excelente” pensó.