miércoles, 31 de octubre de 2012

Desgranando a los Harper: Anthony

Os presento a Anthony Lawrence Harper; el primogénto con pocos instantes de diferencia con su gemelo Joseph, nacido en 1786, así que para cuando empieza la historia de Verónica, este señor ya cuenta con la "tierna" edad de veintinueve años.
De todos los hijos habidos del matrimonio Harper es el único que tiene el pelo marrón; lo cual le hace destacar entre sus rubios y pelirrojos hermanos.
Aunque esta no es su única peculiariedad, ya que, en teoría, al haber nacido el primero, Anthony debería ser el heredero del marquesado. Dicha teoría funcionó muy bien hasta que... llegó Edward Jr.
Un Edward Jr, el benjamín, que se llevó a su madre en el parto y que desde esas fatídicas circunstancias se convirtió en el ojito derecho de su padre. Tanto, que acabó siendo nombrado el heredero del marquesado por encima de sus tres hermanos mayores.
Dichas circunstancias adversas obligaron al hasta entonces ocioso (y buscalíos continuos; razón por la cual William Crawford le cae mal) a cambiarse y replantearse sus perspectivas
Y las cambió.
¿Cómo?
Introduciéndose (eso sí, con ayuda paterna) en los 8 de Bow Street.
Se metió tan de lleno que en apenas tres años pasó de ser un novato a conseguir el puesto de jefe, debido sobre todo a su gran dedicación y a unas innatas dotes de liderazgo (aunque también influyó bastante su mirada; una mirada penetrante con tintes de peligrosidad en la que eres incapaz de averiguar el color de sus ojos de tanto miedo como puede llegar a provocar). Desde su entrada en Bow Street es un seguidor a rajatabla y velador del cumplimiento de la ley. No soporta la infracción de las mismas y si da con alguien que las incumple, las represalias son inmediatas (sin importarle lazos familiares).
Para él lo más importante es su trabajo y no está interesado en las mujeres; motivo por el cual aún no está casado
Las palabras que mejor lo definen son serio y reservado; aunque también es muy fiel y familiar.
En contra de lo que pudiera parecer, no siente debilidad hacia Rosamund (para eso ya está Henry); a quien considera una desobediente y una maleducada sino que su favorito es Henry, de quien cree que oculta muchas cosas buenas y valiosas tras esa distancia y capa de inaccesibilidad familiar que ha creado.
Y también en contra de lo que pudiera parecer no es Rosamund su hermana más "odiada"; dicho honor le corresponde a Edward Jr y no porque le robara el ducado. Es una cuestión de instintos y presentimientos. En otras palabras, él ve escrita en su frente la palabra problemas....
Y hay que tenerle muy en cuenta porque... no se equivoca.

lunes, 29 de octubre de 2012

El vals...

Durante la historia de Jeremy y Verónica, que es lo que me hallo ahora más aparecen varias situaciones relacionadas con el vals y, aunque Jeremy acabó por proporcionarle la respuesta, en mi búsqueda de información para hacerla lo más realista posible estos datos me parecieron curiosos y como tal, ahí los dejo:

EL VALS

Aunque el vals que bailan las chicas en las historias es el vals vienés, inventado en Viena a finales del siglo XVIII he de informaros de que la introducción de este tipo de baile en Inglaterra a principios del siglo XIX no fue un lecho de rosas. Al contrario, este baile supuso un gran escándalo porque nunca hasta entonces un hombre y una mujer habían bailado tan de cerca en público (os recuerdo que para bailar el vals se toma una posición similar a la de un "abrazo") y por tanto, de inmediato fue tachado de inmoral e indecente.

Hay muchas dudas en cuanto a la autoría de quién fue el introductor del vals vienés en Gran Bretaña, aunque son dos las personas que serían digámoslo así los "sospechosos principales":
- La condesa Dorothea de Lieven en 1813 (esposa del embajador ruso) en el famoso club Almack's (club que os recuerdo que fue el primero en admitir a personas de ambos sexos a la vez. 
- El zar Alejandro durante su visita al país anglosajón en 1814

No obstante, el vals comienza a verse con otros ojos desde 1816 cuando el príncipe regente Jorge, futuro rey Jorge III o Prinny, como lo llaman sus amigos Jeremy Gold o William Crawford.

Os recuerdo que la historia de esta pareja inicia en 1815 y que Verónica aprendió a bailarlo en el Piamonte a instancias de su tía Ludovica... así que, comenzad a elucubrar lo que puede suceder...

sábado, 27 de octubre de 2012

Extracto


Una Katherine Gold bastante enfadada por los descubrimientos que acababa de realizar esa noche, comenzó a pulular y dar vueltas alrededor del abarrotado salón de baile con un único propósito y objetivo.
Propósito y objetivo que hubiera sido mucho más fácil de cumplir o realizar si a sus amigas no les hubiera dado por aliarse y crear un grupo mucho más íntimo sin contar con ella y a sus espaldas.
Necesitaba hablar.
Necesitaba desahogarse con alguien.
Y dado que sus "traidoras" amigas no eran la opción más idónea solo había una persona en dicho lugar a la que podía molestar y usar para este fin (sobre todo por la indestructibilidad de sus lazos familiares y sanguíneos): su hermano mayor Jeremy.
Un hermano mayor del que no entendía muy bien su comportamiento de un tiempo para acá asistiendo a todos los eventos sociales; cuando él desde la muerte de su cuñada Rebecca había manifestado en numerosas ocasiones  su falta de interés en este tipo de actos.
Probablemente sería para mantenerlas vigiladas a Ronnie y a ella; las únicas chicas solteras de la casa y por tanto, las garantes del buen nombre y reputación familiar.
Poco tiempo empleó al dar con él, ya que siempre estaba en el mismo lugar: junto a la bandeja de las bebidas. Olvidando todo indicio de cortesía (ya que también su familiariedad y cercanía le eximían de ello), Katherine se situó junto a su hermano y bufó a modo de saludo (y para que fuese consciente del estado en que se encontraba en ese momento; dado su extrema pasividad en lo que a preocupación e interés por ella se refería)
Acción que tuvo su recompensa ya que Jeremy se volvió en su dirección con el ceño fruncido. Momento que aprovechó ella para decirle, cruzándose de brazos y enfurruñándose:
- Adivina -
Jeremy no entendía por qué había venido a él para desahogarse ya que, precisamente y en su opinión, para eso tenía nuevamente a sus tres amigas solteronas junto a ella. Por eso, y bastante cansado de la falta de madurez de su hermana y su comportamiento infantil en numerosas ocasiones, suspiró, armándose de paciencia:
- ¡Ay!... Katherine, sabes tan bien como yo que soy pésimo jugando a las adivinanzas así que nos ahorraré tiempo y frustración a ambos... - volvió a suspirar antes de preguntarle: - ¿Qué te sucede? -.
- Es Penélope - dijo entre dientes.
- ¿Penélope? - preguntó, repitiendo el nombre. - ¿Penélope Storm? - añadió, aunque de inmediato lamentó mentalmente su estupidez, puesto que no tenía otra amiga íntima o cercana con ese nombre tan inusual.
"¿Qué locura o hecho estrambótico habrá hecho esta vez la pequeña redicha?" se preguntó.
- Sí. Penélope Storm. ¡Lleva un corsé! - exclamó enfadada.
- Si es capaz de respirar y hacer el resto de actividades con normalidad mientras lo lleva puesto, lo cual es un gran logro; la felicito y no veo qué hay de malo en ello - dijo, como si nada.
- ¿Es que no te das cuenta de lo que eso significa? - le preguntó enfadada. Y antes de que tuviera tiempo a responderle alguna suprema estupidez añadió: - ¿Quién es la única persona que conoces que lleva corsés? -Nuevamente, volvió a responder por ambos: - ¡Verónica! - exclamó. Y por si le quedaba alguna duda acerca de qué Verónica era de la que estaban hablando incidió: - ¡Verónica Rossi! -.
Jeremy conocía perfectamente este hecho. Al fin y al cabo, había pensado y soñado muchas más veces de las que debería y sería recomendable para las normas de buena educación y decoro en esos corsés. Y sobre todo, en la persona que los llevaba.
Sin embargo, no podía revelarle ese caudal y tipo de pensamientos bastante poco adecuados por su elevado contenido erótico a su hermana pequeña. Por este motivo, hizo algo que sabía hacer a la perfección gracias a años y años de práctica: fingirse tonto e ignorante.
Este fue el motivo por el cual se mostró mudo e incomprensivo ante las palabras de Katherine y también para que solo realizase un encogimiento de hombros; lo cual exasperó aún más a Katie.
- ¡Jeremy! ¡Tú no puedes ser más estúpido! ¿verdad? - le regañó. - ¿Quién es la incomparable de la temporada? - le preguntó - ¡Yo! - respondió. - Y por tanto ¿quién debería ser tomada como la referencia en la moda y el estilo? - ¡Yo! - volvió a responderse. - No Verónica, ¡yo! - exclamó, autoseñalándose.
- Tienes que vigilarla más de cerca - le ordenó a modo de conclusión.
- ¡¿Qué?! - le preguntó sorprendido parpadeando varias veces ante la inesperada orden. - Sabes de sobra que ni pienso ni voy a hacerlo - le respondió, rebelde.
- Muy bien - le respondió ella con cierto tono de advertencia y amenaza. - Ignora mis advertencias - añadió. - Pero como Ronnie continúe como hasta ahora acabará por granjearse el odio de las mujeres y sobre todo, las miradas y proposiciones de lo más indecentes de todos los hombres; casados o no - añadió basándose en sus propias experiencias vitales, para darle más énfasis a esta última frase. - Sin embargo, si alguien como tú se encargase de vigilarla estrechamente y ejercer como su protector en la sombra... los más que probables escándalos futuros podrían evitarse - le dejó caer. - No olvides que Dante está en el reino de las Dos Sicilias y no sabemos exactamente cuándo va a venir a Gran Bretaña y esta ausencia para una mujer tan apasionada como Verónica - dijo, recordándole con estas palabras que durante los últimos ocho años su amiga había vivido en casa de su tía; una cortesana experta en artes amatorias - solo puede acabar en tragedia. ¿Realmente quieres contribuir a la caída en desgracia de Ronnie? - le preguntó antes de alejarse de él y dirigirse hacia donde estaba la susodicha; quien había acabado de bailar su pieza musical correspondiente con el vizconde de Blockatch (otro de sus antiguos admiradores que la había cambiado y abandonado por ella).
Jeremy maldijo mentalmente mientras le lanzaba una sonrisa de satisfacción a Verónica desde la lejanía.
No quería ni iba a reconocérselo pero...su hermana tenía razón ¡maldita sea!


martes, 23 de octubre de 2012

Los Harper a color

Como ya dije antes, esta entrada podría considerarse una actualización de la entrada anterior del mismo nombre. Son los mismos, solo que con rostro. Y dado que Sarah Parker no tiene familia, me parecía muy conveniente que conocierais a la atípica familia Harper.
He aquí:

Doble H...

O mejor dicho, Henry Harper porque ¡la incógnita ha sido despejada!
¡Lo prometido es deuda y cumplí mi palabra!
Si sí, el señor Doble H, Skin HH Skull en su nombre artístico no es ni más ni menos que Henry Harper; el hermano gemelo de Rosamund Harper, la pelirroja del grupo.
Imaginad lo que ese vínculo familiar puede dar de sí entre las dos chicas porque yo... ¡yo ya lo estoy escribiendo! xD

Mis motivos...

Dice Gary Marshall (y en general todas aquellas personas que ruedan películas) que eliminar parte de sus películas es lo más difícil del proceso de grabación y post producción. Y tienen razón, porque yo les entiendo perfectamente; eso es lo que a mí me ocurrió al eliminar este capítulo de la historia.
En otras palabras, que ¡no podría ser editora ni crítica de libros en la vida!
Pero en fin, también soy muy consciente de qué es lo que me gusta y lo que no, además de mis fallos (más que nada porque yo soy mi primera y peor crítica) y por eso, para que entendáis por qué lo eliminé (no vaya a ser que os encante y me hagáis un linchamiento público (todo lo público que puede ser un linchamiento por un puñado lectoras jaja); he aquí los motivos por el que decidí no incluirlo en la historia definitiva:
- El primero de todos es la extensión del mismo. Toda aquella que se haya leído el capítulo habrá comprobado por sí misma que es un señor capítulo y eso rompía mis esquemas y expectativas acerca de la extension del libro; en torno a las 400  páginas. Cuando el libro más largo ha de ser el de Verónica, puesto que es en el que más cosas suceden.
- Es demasiado dialogado. Me explico, es cierto que en el libro hay bastante diálogo pero en este caso es de más. Y claro, eso satura al lector y al escritor.
- La temática del capítulo; es un parto y en el libro ya escribi un alumbramiento: el de Rosamund.
Bien es cierto que, exceptuando en el libro de Rosamund, en todos los libros de las chicas hay un parto. Por eso dos partos en el mismo libro vuelve a ser una redundancia.
Además, que el argumento de este capítulo se resume y reseña perfectamente en el prólogo del libro de Katherine, por lo que vuelve a ser un motivo para su eliminación.
- Por último y no menos importante, confieso que no esperaba que el final del libro que decidí quedar como el definitivo me fuese a quedar tan bien como me quedó (se escribió de un tirón)
Mi intención era escribir un final para la pareja mucho más centrado en la perspectiva de William y en el beso que se dieron, ya que el beso fue el principio de todo (y no en vano es el titulo del libro) y también mucho más literario, con algunos versos de poemas que hicieran referencia a este hecho y por eso aproveché la ocasión que este capítulo me brindaba para incluirlo; pero no es el final que creía que se merecían así que ese también fue otro motivo importante para eliminarlo
Eso es todo.
PD: También lo eliminé porque sabía que no os iba a gustar ver a Penélope medio moribunda a causa de sus bebés... xD
PD2: Y como no podía ser de otra manera, he aquí las canciones que me han inspirado para escribirlo:
- Owl City: Lonely Lullaby
- Marcelo Zarvos: The Poem

viernes, 19 de octubre de 2012

El primer beso

Siguiendo con la tónica del poema posteado anteriormente, aquí os dejo otro poema titulado El primer beso también incluido en el capítulo eliminado, el cual también tiene su razón de ser en él y que solo descubriréis tras su lectura...  



En el cielo la luna sonreía,              
brillaban apacibles las estrellas,        
y pálidas tus manos como ellas            
amoroso en mis manos oprimía.            
El velo de tus párpados cubría            
miradas que el rubor hizo más bellas,    
y el viento a nuestras tímidas querellas  
con su murmullo blando respondía.        
Yo contemplaba en mi delirio ardiente    
tu rostro, de mi amor en el exceso;      
tú reclinabas sobre mí la frente...      
¡Sublime languidez! dulce embeleso,      
que al unir nuestros labios de repente    
prendió dos almas en la red de un beso.

jueves, 18 de octubre de 2012

De que modo te amo...



Muy muy pronto descubriréis por qué he puesto este poema. Pero... ¡pista! Sale en el capítulo eliminado de Penélope =)
También deciros que la señora Elizabeth Barret Browning  es una de mis poetisas favoritas, aunque es un poco anacrónica a los protagonistas de mis historias.
¡Disfrutad de la lectura tanto como  yo!




¿De qué modo Te Amo?
Elizabeth Barret Browning.

¿De qué modo te amo? Deja que cante las formas:
Te amo desde el hondo abismo hasta la región más alta
que mi alma pueda alcanzar, cuando persigo en vano
las fronteras del Ser y la Gracia.

Te amo en el calmo instante de cada día,
con el sol y la tenue luz de la lámpara.
Te amo en libertad, como se aspira al Bien;
Te amo con pureza, como se alcanza la Gloria.

Te amo con la pasión que antes puse
en mis viejos lamentos, con mi fe de niña.
Te amo con la ternura que creí perder
cuando mis santos se desvanecieron.

Te amo con cada frágil aliento,
con cada sonrisa y con cada lágrima de mi ser;
y si Dios así lo desea,
tras la muerte te amaré aun más.
Elizabeth Barret Browning.



domingo, 14 de octubre de 2012

Prólogo!

A ver, mis tertulianas...
Comencemos a comentar...Pero empezando por el principio... ¿que os gustó más del prólogo?
Me refiero a algún momento que recordéis con especial interés...

jueves, 11 de octubre de 2012

Los Gold


La familia de Katherine, de las cuatro a las que más conoceréis, sobre todo de que acabe el primer libro...


Los Meadows

Esta es la familia de Verónica. Muy escasa y corta, si la comparas con la del resto de las chicas


Los Storm

He aquí a los miembros que componen a la familia Storm (en su mayoría, femeninos)



Los Harper

He aquí el árbol genealógico de la familia de Rosamund, los Harper; por si os ayuda a aclararos mejor en el quién es quién de cada uno de mis múltiples y extensos personajes.

miércoles, 10 de octubre de 2012

La tabla china

¿Queréis "adivinar" el sexo de vuestros futuros bebés tal y como hizo Penélope Storm?
Pues he aquí la tabla china en la que ella se basó...


PD: A ella le salió niño...

Capítulo eliminado: El parto de Penélope

CAPÍTULO ELIMINADO


El parto de Penélope
Londres, 23 de abril de 1819

            A priori, observando la fecha que era; el día 23 de abril del año de 1819, debía ser un día normal y no tendría por qué destacar o sobresalir de entre el resto de los días que conforman el calendario.
            Es decir y en otras palabras, era el típico día de primavera londinense, con las temperaturas cada vez más agradables, pero como buena primavera londinense, en cualquier momento podía ponerse a llover de repente (cuando no ser un día lluvioso de inicio). Pues bien, en este caso el 23 de abril resultó ser uno de los días que salieron lluviosos desde primeras horas de la mañana.
            Aunque la climatología adversa nunca había sido un obstáculo o un impedimento para que la población londinense, de los alrededores y de toda Gran Bretaña en general continuase haciendo su vida normal y actividades cotidianas: así, los artesanos y comerciantes abrieron sus tiendas y locales comerciales a sus horas habituales, los agricultores cultivaron y estuvieron pendientes de sus tierras, las prostitutas callejeras salieron a las vías a ejercer su profesión (eso sí, o bien ataviadas con prendas de telas impermeables o bien pasando la mayor parte del tiempo guarnecidas bajo los salientes de algunos balcones de callejones y calles) y los nobles…
Los nobles se dividían en tres grupos:
-          Los que dormitaban hasta tarde porque habían asistido a una fiesta la noche anterior; como los casos de lady Baker o Patrice Storm.
-          Los encargados de administrar sus numerosas fincas y propiedades o los que tenían un oficio, el cual era el que le permitía vivir y subsistir y que era el motivo principal por el que tenían que madrugar; como el caso de Christian Crawford.
-           Y por último, un escaso número de nobles, los cuales, debido a sus fortunas y por tanto, a su importancia y destacamento social (cuando no por amistad íntima y directa con el regente) formaban parte de la Cámara de los Lores, debían madrugar al ser un día laborable (viernes) para asistir a una nueva sesión parlamentaria.
En este último grupo se encontraban nobles como el duque de Dunfield y su primogénito y heredero Jeremy Gold, el duque de Greyford o el duque de Silversword; William Crawford, para su desgracia.
Y escribo su desgracia no porque fuese desdichado o desgraciado por este motivo, ni mucho menos.
Es más, era al contrario.
A William Crawford le gustaba participar en política.
Y sobre todo le encantaba ejercer la abogacía, especialmente cuanto mayor era la dificultad del caso y el sujeto a defender.
Casi tanto como le gustaban antaño una buena noche de farra y juerga con sus amigos.
Pero ese año no: estaba casado.
Y ese mes precisamente menos que nunca.
¿Por qué?
Porque su esposa Penélope está embarazada.
Muy embarazada de hecho.
De casi nueve meses para ser exactos.
En otras palabras: a punto de dar a luz.
Ese era el motivo real y principal por el cual no deseaba ir al Parlamento: el miedo.
El miedo y la corazonada (además del peligro real) de que en cuanto plantase un pie en la calle y se alejase más de dos manzanas de su casa de Oxford Street, Penélope rompería aguas y se pondría de parto.
No la vagancia o la dejadez, tal y como daba la sensación e impresión a la sociedad en general últimamente.
¿Cómo había llegado la gente a esa conclusión?
Porque en el último mes se había saltado ya varias sesiones (e incluso el propio Prinny le llamó la atención sobre este asunto) alegando múltiples excusas, razones y motivos.
Pues bien, toda esta retahíla de dispensadores absurdos, irrelevantes (y totalmente disparatados e inventados) hoy no le valían ni servían para nada, ya que hoy el monarca había decidido poner punto y final como colofón a la semana de presentaciones de jóvenes debutantes en sociedad, sometiendo a votación nuevas leyes para el país.  
William maldijo en cuatro idiomas y se acordó de la familia al completo del futuro monarca británico (incluyendo a Jorge III, rey actual) cuando se enteró de la convocatoria parlamentaria.
Tenía sentimientos encontrados acerca de la asistencia a la sesión.
·         Por un lado deseaba ir y participar bastante activamente para intentar convencer a los tories para que votasen afirmativamente y la ley consiguiera ser aprobada.
·         Y por el otro (casi en el mismo porcentaje de deseo que la otra opción) no quería perderse nada acerca del futuro (e inminente) nacimiento de su primogénito. Y más, después de conocer de primera mano todo lo que le sucedió a su amigo Jeremy con la pequeña Francesca.

Un primogénito del que desconocía el sexo (lo cual tampoco le importaba demasiado. Bastaba con que viniese bien y estuviese completamente sano) y del que por tanto no habían tratado seriamente el tema del nombre del pequeño.
Ese  pequeño ser que crecía en el interior de Penélope y que pese a que le era completamente desconocido; ya le quería.
Le quería tanto que incluso por él que incluso por él había cambiado drásticamente la disposición y trazados laberínticos de su casa, sustituyéndolo por un hogar más accesible y cercano para todos.
Decisión que conllevó la contratación e instalación en Crawford Hall a un equipo completo de albañiles justo después de regresar de su luna de miel seis meses atrás.
¡Un equipo al completo!
En otras palabras ¡una cuadrilla!
¡Más materiales!
Desde pequeño nunca le habían gustado los albañiles porque eran: ruidosos, sucios y porque su transcurrir del tiempo y la velocidad eran diferentes a los del resto de personas habitantes del mundo.
Lo cual le exasperaba hasta el extremo porque, en este caso se traducía en un incremento considerable del gasto de dinero total del presupuesto que en un principio habían pensado para el bebé.
Y no es que el dinero le preocupara, porque no lo hacía dado que era rico. Lo que realmente le desagradaba era la idea de que un grupo de hombres trabajando sin ninguna vigilancia (o muy poca) en una casa donde había mujeres.
Su mal presentimiento e idea preconcebida inicial se vio confirmado cuando comprobó la manera en que ellos miraban a su esposa. Especialmente desde el día en que ejerció de perfecta anfitriona y les ofreció algunas de sus exquisitas galletitas y algunas cervezas.
Con esto acabó por ganárselos, consiguiendo que el enfado de William para con ellos se incrementó porque no solo gracias a esta primera vez se malacostumbraron a al descanso diario (descendiendo consecuentemente el número de galletitas que él podía ingerir) sino que encima, cada vez que Penélope aparecía cerca de donde ellos estaban, se escuchaba una oleada se suspiros conjuntos y numerosos eran los litros de babas que chorreaban de sus bocas; con el consecuente retraso de su ritmo de trabajo).
Definitivamente, si malo era tener albañiles en casa, pésimo era tenerlos babeantes y medio enamorados de tu esposa.
Por suerte para él, cumplieron su parte y las obras concluyeron dentro del tiempo establecido para ello. Ayer concretamente.
Por lo que pudo tener un agradable, tranquilo y sobre todo, silencioso despertar tras mucho, mucho tiempo.
Aunque tranquilo y agradable hoy no eran sinónimos de buen humor por su parte, ya que desde que se declarase un fervoroso creyente de las coincidencias y casualidades hacía poco más de un año, no dejaba de prestarles la máxima atención y hacerles el mayor caso posible.
Y hoy, casualidad o coincidencia, ambas o ninguna, coincidiendo con el final del embarazo de Penélope se conmemoraba el aniversario de la muerte de William Shakespeare y Miguel de Cervantes[1]; autor español de Don Quijote de Mancha, libro que Penélope acababa de terminar de leer no hacía mucho.
¿Qué mejor día para el nacimiento de un bebé que la conmemoración de la muerte de dos grandísimos autores para dos apasionados lectores como ellos dos?
“Todo sea por el rey, por tu patria y por la amistad” bufó en la puerta antes de salir de su casa.
            En cuanto escuchó el sonido de la puerta principal de la entrada cerrarse, una Penélope; quien hasta entonces había fingido dormir, se levantó de un salto (entendiéndose salto como la mayor velocidad posible que sus piernas y sobre todo, su abultadísima barriga de embarazada de nueve meses que la hacía parecer una ballena y andar como un pato escocido montado a lomos de una tortuga le permitieron) y comenzó una cuenta descendente desde el número cuarenta…
            Cuenta descendente que no era para controlar mejor las respiraciones y estar mejor preparada para cuando llegase la hora del parto, según le había indicado la señora Potter.
No.
            En absoluto. Porque pese a que según sus propias cuentas y cálculos aproximados acerca de su embarazo, hacía ya varios días que había cumplido los nueve meses (y por tanto, había salido de cuentas) aún no había manifestado ninguno de los síntomas o dolores propios del parto.
            Claro que, ella tampoco había sido una embarazada muy al uso, especialmente si la comparabas con sus dos referentes más cercanas en este asunto: sus amigas Ronnie Gold y Rosie Appleton. Al contrario que ellas no había tenido ningún tipo de náusea o vómito a ninguna hora del día.
            Tampoco había tenido ningún tipo de antojo o predilección por algún tipo de alimento o guiso en particular.
No.
 Sus ganas de café, chocolate, sándwiches de foie o Sally Lum Bum continuaron dentro de los parámetros de normalidad de la etapa inmediatamente anterior a su embarazo.
Y por último, y bastante relacionado con lo anterior, sus ganas de comer y su apetito no se habían disparado alcanzando el nivel de voracidad de sus amigas. Es más, a ella el hambre y las ganas de comer se habían reducido con el paso del tiempo. De hecho, se obligaba a comer por el bien del bebé que llevaba en su seno.
En resumen, que si no fuese por su considerablemente aumento de peso (18 kilos) y la redondez y abultamiento de su vientre, nadie que observara el comportamiento de Penélope Crawford hubiese sospechado de su embarazo.
¿A qué se debía la cuenta atrás entonces?
Era una especie de código que formaba parte de un plan secreto llevado a cabo con varias personas, entre las que se encontraba quien estaba a punto de visitarla en cuanto la cuenta atrás llegase a cero.
Plan trazado por supuesto espaldas del duque de Silversword, ya que si se enteraba de lo que ella hacía cuando él estaba fuera de casa, estaba segura de que no le gustaría nada; lo cual le obligaba por tanto, a ocultarle muchas cosas.
Así por ejemplo; William desconocía que, pese a que se lo prohibió terminantemente, Penélope había dado su consentimiento a Greyford para que hiciese anotaciones y comentarios científicos sobre su embarazo.
Anotaciones y comentarios entre los que se encontraban el pesarla y medirle mes a mes su barriga, ir plantando delante de sus narices distintos tipos de alimentos para observar la reacción de su cuerpo ante ellos (aspecto en el que no le había sido muy útil, todo sea dicho) o el que probara con diferentes sonidos para comprobar con sus propios ojos si el bebé reaccionaba o tenía algún tipo de estímulo ante alguno de ellos en particular.
Y otro ejemplo de su vida oculta y paralela estaba muy relacionado con Christina Thousand Eyes y la ayuda que le había estado prestando. En otras palabras, su trabajo como correctora de artículos.
Trabajo.
Tema tabú y motivo recurrente de su nueva (y corta) vida de casados. William no quería que ella trabajase y ella por el contrario, se mostraba entusiasmada con la perspectiva de seguir siendo el ángel Inspirador de Christina.
Algo que William no entendía.
            No era por el dinero o los libros que este pudiera proporcionarle. Ambos argumentos inútiles desde que se había convertido en duquesa. Era porque para ella su trabajo como correctora de artículos le permitía mostrarse igual de apasionada (y le gustaba tanto) como a William ejercer la abogacía, aunque fuesen en ámbitos mucho más privados y permaneciese en secreto.
            Motivo por el cual se negó en rotundo a dejarlo y por el que continuaba ejerciéndolo en la clandestinidad.
            La única pega del plan era que desde su séptimo mes de embarazo, su velocidad se había retardado sobremanera y no podía abandonar la casa con el cien por cien de seguridad de regresar a tiempo antes que William.
            La solución a este problema vino de manos de la señora Pine, quien le mostró su apoyo y complicidad al introducir furtivamente y a escondidas a Sarah Parker en la casa.
Efectivamente, era a Sarah Parker a quien estaba esperando.
¿Por qué tenía que entrar en la casa de esa manera?
Porque tanto Penélope como la señora Pine no se fiaban del mayordomo personal de William.
Un mayordomo que llevaba ejerciendo su profesión durante bastantes años y al que por tanto, le unía una relación de cariño, respeto y cercanía bastante considerables con el duque (no así con la duquesa, quien al fin y al cabo era una “recién llegada” a sus ojos). Por tanto, esa fidelidad para con el señor era lo que le garantizaba a Penélope que si Sarah Parker entraba por la puerta principal portando unos documentos, el mayordomo tardaría menos de dos segundos en ir dondequiera que fuese o estuviese  William en ese instante para informarle de la novedad.
Toda esta excesiva sobreprotección con ella desde su séptimo mes de embarazo venía a cuento por su otro gran tema de discusiones: su familia; es decir, su madre y su hermana, ya que, desde que intentara hacer que perdiera el bebé hacía ya casi siete meses; ella había cortado todo tipo de relación con su madre.
No así con Patrice.
Una Patrice de la que William aún no terminaba de fiarse del todo y por tanto, la continuaba considerando un esbirro de los malvados planes de lady Baker.
            Motivo por el cual temía y bastante, que cualquier día su hermana intentase matarla envenenándola o asfixiándola y no permitía que se quedasen las dos encerradas a solas en la misma habitación.
            Si a esa situación le añadías además que hacía dos meses que el doctor que le llevaba la vigilancia de su embarazo le había recomendado algo de reposo delante de la presencia de su marido… el último trimestre del embarazo se había convertido para Penélope en una pesadilla.
¿Por qué?
Porque en la mente de William algo de reposos se traducía en estar tumbada en la cama las 24 horas del día sin hacer nada; con las únicas excepciones del tiempo diario destinado a su aseo e higiene personal y a sus continuas y numerosas visitas al baño.
Ni más ni menos.
¡Si incluso había establecido un número y tiempo de duración para las visitas!
Penélope se desesperaba porque estaba encerrada en una jaula de oro, en contra de su voluntad y sin entender muy bien el motivo.
Podía comprender su entusiasmo ante el nacimiento de su primogénito; puesto que ella estaba igual de entusiasmada (sino más) pero lo que aún no entendía era su excesiva preocupación.
Quizás era por su estatura, que le confería una apariencia más frágil y por tanto, no acababa de creerse que en su pequeño cuerpo pudiese alojarse otro pequeño ser…
O quizás fuese que la ansiedad por conocer el rostro de su primer vástago juntos lo hubiese dominado por completo, impidiéndole actuar con raciocinio (su actitud y comportamiento habituales)
Penélope suspiró y se miró la tripa.
            A ella también la dominaba la ansiedad a veces. Pero si tuviera que elegir un estado de ánimo para describir su embarazo era la tranquilidad.
“Y la curiosidad” añadió mentalmente de inmediato.
            Si bien es cierto que ella tenía un lado curioso muy desarrollado aunque oculto la mayor parte del tiempo, éste se había disparado y había salido a la luz durante estos últimos meses. Tuvo dos tipos de curiosidad:
-          Curiosidad externa porque en ese período de tiempo asaltó a preguntas a sus amigas continuamente.
-          Y curiosidad interna y el desconcierto más total y absoluto consigo misma cuando comprobó que el método (hasta entonces infalible) para descubrir el sexo del futuro bebé con ella no había funcionado.
No es que alguna de las dos plantas le lanzase algún mensaje contradictorio.
No.
Es que directamente ¡no germinaba ninguna! ¡Ni el trigo ni la cebada!
            Confundida ante la falta de respuestas y pensando que había adquirido granos de malas cosechas, decidió intentarlo con granos procedentes de otras cosechas más lejanas. Por este motivo, al final acabó por adquirir y comprar granos de trigo y cebada procedentes de todos los puntos de Gran Bretaña.
Obteniendo en todos los intentos el mismo resultado: ninguno.
            Bastante enfadada con las plantas y con el comportamiento que habían tenido con ella a la hora de no darle resultados ni respuestas a su pregunta acerca del sexo del bebé, decidió no darse por vencida y buscó información acerca de otros posibles métodos caseros para descubrirlo.
            Probó con: el anillo[2], la aguja [3], la forma de la barriga[4], los cubiertos[5], el aceite[6]… y ¡nada! ¡Ningún resultado!
¿Qué demonios?
            Era obvio que estaba embarazada y que su bebé estaba vivo en su interior. Así lo manifestaban sus continuas patadas. Entonces ¿por qué las plantas y algunos objetos cotidianos se habían puesto de acuerdo a la hora de proporcionarle resultados?
            Los únicos indicios fiables y resultados se los había proporcionado su cuñado Christian mediante las matemáticas. Éstas eran las únicas que habían arrojado resultados.
Resultados contradictorios.
Contradictorios porque primero realizó el cálculo de la tabla china[7], la cual establecía que habiendo concebido en el mes de julio y teniendo veintiocho años, el sexo de su bebé sería masculino.
No conforme y bastante poco satisfecha con los resultados que ésta le había proporcionado (ella quería una niña) para refutarlo realizó otro método casero también basado en las matemáticas (aunque en su opinión mucho menos fiable): el método gitano[8].
Penélope echó cuentas nuevamente y…
De refutar nada.
Al contrario.
Añadió más confusión y leña al fuego porque…¡salió femenino!
¡Femenino!
Pero… ¿qué demonios nuevamente?
¡No podía tener un bebé con dos sexos a la vez!
Así que… ¿qué sexo iba a tener su hijo? ¿Sería niño o niña?
Eso se preguntaba continuamente a sí misma y, como era incapaz de proporcionarse una respuesta convincente, aquí estaba embarazada de nueve meses y en la inopia más absoluta acerca de cuál los numerosos nombres que rondaban en su cabeza como definitivos para un bebé, acabaría resultando ganador.
Un tema – el de los nombres – que también había traído cola entre ambos, ya que tras muchas discrepancias (que no discusiones) ambos habían alcanzado una tregua firmando un acuerdo en forma de contrato.
Acuerdo consistente en que el bebé no se llamaría ni tendría el nombre de ninguno de sus progenitores. (Es decir, que no podría llamarse ni Penélope, Ann, William, Arthur o Gunther) Por mucho que alguno de ellos encantase a sus padres.
Cosa que de hecho sucedía, puesto que a William le fascinaba el nombre de Penélope. Nombre que quedó descartado de inmediato en cuanto Rosamund lo escogió para su hija (quien además era la ahijada de Penélope) Por tanto, iban a ser demasiadas Penélopes juntas en un muy pequeño radio de territorio y provocarían demasiada confusión y equívocos a su alrededor.
Eso por no hablar de que el nombre Penélope horrorizaba (y traumatizaba gracias a lady Baker) a la futura mamá.
Y en cuanto al nombre de Ann…a William tampoco le disgustaba la idea de utilizarlo como segundo nombre, pero la madre se negaba así que… descartado quedaba también.
Lo mismo sucedía a la inversa.
A Penélope le encantaba el nombre de William porque (aparte de parecerle un nombre elegante y musical al pronunciarlo) era muy masculino, elegante, determinado y poderoso (rasgos de los que ella carecía) en su significado: Al que su voluntad protege.
Pero el padre se negaba en rotundo.
¿El motivo?
Pese a que los argumentos de Penélope eran bastante válidos, no eran lo suficientemente aceptables para él, pues se negaba a que su hijo tuviese uno más nombres de origen germano y que hiciesen ostentación excesiva y manifiesta de masculinidad; tal y como le sucedía a él.
Por estas mismas razones el nombre de Gunther quedaba igual de descartado; ya que era de origen germano y significaba batallador y guerrero (por mucho que apareciese en el Cantar de los Nibelungos[9] y que Penélope se pasase horas recitándole versos como método de presión  e intento de hacerle cambiar de parecer, ese no iba a ser el nombre por el cual iban a discutir).
William quería que el nombre de su hijo o hija tuviese un nombre de origen latino, griego o celta, pero en ningún caso germano.
Entonces  ¿por qué no Arthur?
Arthur tenía origen celta o latino según algunas versiones (Arcturus) significaba Guardián de la Osa Mayor (y por tanto, nada a priori, masculino) y tenía como referente válido al archiconocido rey Arturo, libro que a ambos les encantaba, y que era una de los principales personajes semihistóricos en los orígenes de Gran Bretaña.
El motivo para rechazarlo fue porque William era “excesivamente exquisito” a este respecto en opinión de Penélope y no quería nombres repetido entre sus allegados. Y como él ya se llamaba así, quedaba descartado de antemano.
Este era el argumento más flojo de todos los que William había expuesto. No obstante, había quedado reflejado en el contrato y como tal, tenía plena validez legal.
Viendo que iba a ser imposible llegar a un acuerdo en este aspecto debido a la cabezonería extrema de ambos, decidió tomar como referencia una forma de gobierno procedente del mundo grecorromano, la tiranía, para dar con una solución al respecto.
Un nombre (de mujer) había resultado victorioso sobre el resto.
Amanda.
Si el sexo del bebé era femenino (opción que más deseaba la madre) y que según uno de los métodos era el resultado final y correcto, se llamaría Amanda.
No porque tuviese un origen latino (que lo tenía) y su significado indicase amor, cariño y aceptación (requisito que también cumplía, puesto que significaba La que debe será amada o digna de amor) sino porque a ella le gustaba mucho.
Le gustaba tanto que de hecho, no pensaba añadirle un segundo nombre; ya que este le afearía. Y como había sido ella quien la había tenido en su interior durante nueve meses, el resto de personas debería aceptarlo sin rechistar; tanto si les gustaba como si no.
El problema se planteaba si el sexo del bebé era masculino; algo perfectamente plausible y seguro según el otro método matemático utilizado para averiguarlo.
Dicha noticia sería una alegría para la señora Potter; quien aún no había atendido ningún parto de varón de ninguna de las cuatro y algo fantástico para el ducado de Silversword, puesto que así se aseguraría el deseado heredero y continuador del linaje familiar por línea directa (y no tendría que cederse por tanto a una rama lejana y paralela de la familia).
Misma noticia que estaba segura de que a William le produciría indiferencia, puesto que sólo estaba preocupado porque el bebé viniese sano.
Misma noticia que para ella sería un auténtico quebradero de cabeza porque…
Cero.
“¡Ding dong!” El ruido del timbre resonó primero en su mente y en la realidad poco después.
Si el sexo del varón era masculino, improvisaría sobre la marcha.
Eso era lo que pensaba iniciando la marcha en dirección a la biblioteca, ya que solo en el instante en que concluyó la cuenta atrás, se dio cuenta de que en ningún momento había abandonado la habitación matrimonial.
            Justo en ese momento sintió un fuerte tirón (con el consecuente dolor) en la barriga.
“Demasiadas tostaditas y sándwiches de huevo para desayunar” se reprochó mientras se frotaba el vientre con cariño y salía al encuentro de Sarah Parker en la biblioteca.
            En realidad, en cada una de sus visitas se repetía la misma situación: Penélope utilizando la mesa del escritorio como despecho mientras que Sarah inspeccionaba su biblioteca o se entretenía leyendo algunos de sus numerosos volúmenes.
Así había sucedido hoy también.
Al menos al principio.
Ya que desde que sintió ese primer tirón, su sensación de incomodidad y el pequeño dolor de su barriga había ido incrementando poco a poco su intensidad.
Síntomas inequívocos de que el desayuno no le había sentado nada bien y de que, por tanto, le había provocado unos gases enormes.
Muerta de vergüenza porque uno de sus numerosos gases se le escapase en presencia de Sarah Parker (con el consecuente olor nauseabundo y vomitivo que este acarreaba) Penélope decidió ponerle remedio de inmediato y de la manera habitual, tumbándose o recostándose ya que, en esta posición, sus gases no escaparían hacia fuera y explotaban en su interior.
Efectivamente.
En cuanto se recostó en el diván sus gases desaparecieron y ella pudo concentrarse completamente en la lectura y corrección del nuevo artículo de Christina Thousand Eyes que tenía entre sus manos.
Artículo que en esta ocasión versaba sobre la semana de presentación de nuevas jovencitas debutantes y donde, para su total sorpresa y extrañeza, Katherine Gold no era reseñada por ninguna acción reprobatoria.
Sin embargo, hoy, cuando llegó a la mitad del primer folio, los calambres y dolores provocados por los gases, volvieron a aparecer. Y con más fuerza que antes. Aunque también cabía la posibilidad de que fueran patadas del bebé. Algo no muy habitual dadas las horas que eran, pero no descartable al cien por cien.
Decidió asegurarse y cubrir todas las posibilidades existentes, dirigiéndose amablemente a su bebé, pidiéndole que parase:
-          Para un momento del día que puedo dedicarme a mí solo en exclusiva, no me agrada en absoluto que me lo fastidies – le dijo. – Así que para por favor – le susurró.
“O el bebé no me ha oído u hoy está especialmente juguetón” pensó Penélope algo enfadada tras haber dejado transcurrir el tiempo durante un buen rato y comprobar cómo ni el dolor ni los golpes habían cesado.
            Por eso, cambió de táctica y pasó de la amabilidad a la amenazas, aunque ambas tuvieron el mismo resultado: ninguno.
-          Como no dejes de golpearme interiormente, juro que no haré caso de las negativas rotundas de tu padre y buscaré y bucearé en los libros de su linaje familiar en busca de otro antepasado célebre de origen prusiano – le dijo, siseando entre dientes y amenazando a su barriga con el dedo índice.
“Voy a ser una madre sin ningún tipo de poder o capacidad amenazante” pensó Penélope como conclusión final al comprobar cómo el bebé le ignoraba deliberadamente.
“No” añadió con firmeza pasado un rato. “Unos gases enormes y dolorosos que no quieren ser expulsados” se quejó. “Pero los echaré” concluyó. “Los echaré” repitió. “Aunque sea lo último y único que haga hoy y por ello tarde cuatro horas en leer el artículo de Christina Thousand Eyes” apostilló.
Y con este hilo de pensamientos en su cabeza comenzó a apretar con toda la fuerza que tenía mientras se posicionaba como la que ella creía como la mejor postura para la expulsión gaseosa.
Postura que funcionó… para mal.
Penélope consiguió su propósito de expulsión de algo que estaba dentro de ella.
Aunque no fueron sus ansiados gases, sino que fue… ¡pis!
Un pis no excesivamente grande (todo sea dicho) pero cuya expulsión la extrañó y confundió inmensamente; ya que en ningún momento había sentido ganas de ir al baño.
Además de extrañarla y confundirla, también la avergonzó en ingentes cantidades, alcanzando sus cotas máximas de vergüenza vital; ya que, como venía siendo habitual y una tónica en su vida, su micción se escapó justo cuando Sarah Parker apareció ante ella con el libro que había escogido para pasar su tiempo esa mañana.
-          ¿Penélope? – le preguntó con la ceja enarcada y algo de reproche.
-          ¿Sí? - le respondió ella insegura muerta de vergüenza e incapaz de mirarla a los ojos.
Penélope intentó alargar el instante de tener que sostenerle a mirada y encararla frente a frente lo más que pudo. No obstante, y dado que un silencio bastante incómodo se había instalado entre ellas por su culpa, al final tuvo que levantar la cabeza y asumir la culpa.
-          ¡De acuerdo! – reconoció – Se me ha escapado el pis – añadió cabizbaja. – Pero… ¡mírame! – exclamó señalando su barriga. - ¡Estoy muy embarazada y no controlo mis esfínteres! – añadió a modo de justificación y algo desesperada. - ¡Au! – se quejó.
Sarah Parker en ningún momento le dijo nada, solo continuaba mirando con (excesivo) interés el charco que se había formado a sus pies, provocando que la confusión y vergüenza de Penélope fueron incrementándose a medida que la situación se iba desarrollando.
-          ¿Qué? ¿Regodeándote en mi charco de la vergüenza? – le preguntó ella, incorporándose ligeramente del diván, con el consecuente dolor que ella le provocó. Dolor que hizo que volviera a quejarse.
-          ¡No me regodeo! - protestó Sarah de inmediato. – Es solo que… me resulta extraño – añadió. – Es demasiado perfectamente – añadió inmediatamente.
-          ¿Demasiado perfecto? – preguntó Penélope confundida parpadeando compulsivamente. - ¿Qué quieres decir con eso? – quiso saber. - ¿Cuántos charcos de micciones has visto y comparado en tu vida para llegar a tu conclusión? – le preguntó entre sorprendida y horrorizada porque su mente había comenzado a desarrollar distintas escenas en las cuales Sarah inspeccionaba con interés distintos charcos y restos de meados.
Hilo de pensamientos interrumpido de repente por uno de sus gases; el más doloroso hasta entonces.
-          ¡Au! – gritó de dolor. – Malditos gases – se quejó, maldiciendo entre dientes frotándose la barriga para descubrir de dónde procedían.
-          Un momento – dijo Sarah, provocando que la mirase - ¿Te duele? – le preguntó acercándose a ella. -- ¿Cuánto hace que te duele? – exigió saber, preocupada.
-          Tranquilízate Sarah – le dijo Penélope haciendo gestos de negación con las manos. – Es un ataque de gases que me ha dado esta mañana por desayunar tostaditas de foie – le explicó. - ¡Au! – volvió a quejarse.
-          Ataque de gases – repitió ella, mirando alternativamente al charco y a Penélope.
-          Ya – añadió, asintiendo.
-          ¿Qué pasa? – preguntó Penélope desconcertada por la incredulidad de Sarah antes sus palabras.
-          ¿No se te ha ocurrido otra posibilidad? – le preguntó Sarah con los brazos en jarras a la espera de que Penélope cayese en la cuenta de lo obvio por sí misma y esto se reflejase en su rostro. Al ver que esto no sucedía pasado un tiempo, decidió informarla ella misma:
-          ¡Que has roto aguas! – gritó.
-          ¡¿Qué?! – gritó Penélope en el mismo tono de voz que Sarah y horrorizada por sus palabras, incorporándose de golpe, provocando que acto seguido tuviera que volver a su posición anterior por el calambre que sintió en su barriga. - ¿Qué tonterías estás diciendo? – le reprochó. - ¡Eso es imposible! – exclamó.
-          ¿Lo es? – le preguntó ella con algo de superioridad en el tono de voz.
-          Bueno… - titubeó. – No lo es – reconoció al momento Penélope, contradiciendo su respuesta anterior. – Estoy de nueve meses y en teoría en cualquier momento podría… pero no – se reafirmó en su respuesta original. – Aquí no – concluyó con algo de pánico en la voz.
-          Déjame ver… - dijo Sarah Parker agachándose e intentando arremangarle la falda del vestido a Penélope. El motivo era que como llevaba siendo la enfermera y asistente de partos del doctor Phillips en algunas de sus urgencias (siendo partos en alguna ocasión) conocía perfectamente el procedimiento a seguir para confirmar lo que para ella era ya una certeza.
Además, ya llevaba un tiempo con contracciones (no gases como ella creía) y necesitaba ver cuántos centímetros había dilatado el cuello de su útero; ya que podía darse el caso de que lo tuviese bastante ensanchado y el bebé estuviese de camino.
-          ¡Ahhh! – gritó Penélope tanto por la sorpresa e incomprensión de la acción de Sarah como por el dolor por uno de sus gases mientras intentaba de todas la maneras posibles que conocía que le terminara de levantar las faldas. – Pero ¿qué haces? – le preguntó.
-          Asegurarme…de…una…cosa – le respondió mientras forcejeaba con ella (y perdía).
-          ¿Qué está pasando aquí? – bramó la señora Potter a espaldas de ambas, provocando sendos respingos y amagos de ataques de corazón. - ¿Y bien? – añadió, cruzándose de brazos a la espera de una respuesta mientras las miraba alternativamente con gesto severo.
Así se quedó…hasta que descubrió el charco a los pies de Penélope y justo al lado de Sarah Parker, ya de pie, cambiando su rostro al de sorpresa más absoluta.
“Dios mío…no”  pensó Penélope, agachando nuevamente la cabeza y enrojeciendo “Ella también no” añadió mentalmente.
-          ¿Cuándo ha sucedido eso? – preguntó señalando al charco.
-          Hará una media hora – respondió Sarah Parker.
-          Penélope ¿cuánto hace que te duele la barriga? – le preguntó directamente.
“¿Cómo sabe lo de mis gases?” se preguntó una sorprendidísima Penélope antes de responderle: - Desde primera de esta… ¡Au!... Mañana. ¡Au! ¡Malditos gases! – volvió a exclamar enfadada.
-          ¡Oh Dios mío! – exclamó la señora Potter. - ¡Ya está aquí! – añadió dando saltos de alegría.
Cuando terminó de dar la segunda vuelta completa, de manera totalmente inesperada para Penélope (y mostrando a ambas su ropa interior), a la velocidad de la luz se agachó y echó un vistazo a las partes más íntimas de Penélope mientras asentía y sonreía.
-          Ha dilatado – anunció. – Pero no lo suficiente, por lo que podemos trasladarla – añadió. – Sarah, ayúdame – le pidió mientras se ponía en pie y le agarraba por el brazo a la espera de que Sarah hiciese lo propio con el otro.
Solo cuando lo hizo y se aseguró de que la tenía agarrada fuertemente, volvió s dirigirse a ella para ordenarle:
-          Penélope, camina –
-          ¿Eh? – preguntó ella en respuesta mientras sacudía la cabeza para reubicarse-, porque había desconectado cuando la señora Potter la estaba explorando.
-          Camina – repitió.
Penélope miró a un lado y al otro con gesto de incomprensión mientras intentaba soltarse mientras decía: - No estoy enferma ¿sabéis? Puedo caminar – les informó.
-           No estás enferma Penélope, estás de parto – le explicó la señora Potter. – Y te llevamos agarrada porque tienes contracciones muy seguidas – añadió. – Porque son contracciones y no gases lo que has sufrido – apostilló con tono de reproche. – Y en cualquier momento puede darte una tan fuerte que te doble de dolor – concluyó.
            Como si el bebé la hubiese escuchado, sucedió exactamente de la misma manera en que la señora Potter lo narró y Penélope no cayó al suelo precisamente porque las otras dos mujeres lo impidieron.
-          ¿Q…q…qué? – le preguntó tartamudeando y con un ataque de pánico a la señora Potter.
-          Estás de parto Penélope – explicó Sarah Parker con otras palabras.
Ésta abrió mucho los ojos y perdió el color de su rostro en respuesta a la noticia.
-          ¿Qué? – gritó, asustándose también del volumen de decibelios que alcanzó.
-           ¿Qué? – repitió mucho más bajito. - ¿Aquí? - preguntó señalando el sitio. - ¡Ay madre! – exclamó. - ¡Aquí no! – exclamó con desesperación mientras se retorcía e intentaba zafarse de ambas.
Viendo que era una tarea imposible, tras varios intentos infructuosos lo único que pudo hacer fue preguntarles para que su conciencia quedase tranquila:
-          ¿Se ha manchado el diván? -.
“Por favor, por favor, por favor que no se haya manchado” rogó, rezó y deseó a todo el panteón de santos que conocía.
-          ¿El diván? – preguntó la señora Potter extrañada. - ¿Por qué te preocupas en un momento como este por un mueble? – quiso saber, sin entender.
-          ¡Porque se supone que yo no debería estar aquí! – gritó a causa del dolor derivado por una nueva contracción – Yo debería estar en la habitación – les explicó. – La habitación – repitió. – Lugar de donde no debería haber salido en toda la mañana – explicó en un tono de voz mucho más normal. – Por eso necesito ¡necesito! – volvió a gritar por el motivo anterior. – Borrar el charco y asegurarme de que todo esté como si nunca hubiese estado aquí – concluyó.
Para tranquilizar a la embarazada histérica de Penélope, Sarah se acercó al diván, palpó, palpó y volvió a palpar en busca de algún rastro de humedad o mancha y no encontró nada.
Estaba completamente seco.
Así se lo hizo saber levantando el pulgar hacia arriba.
Gesto que tranquilizó totalmente a Penélope, quien emitió como respuesta un suspiro de alivio inmenso que resonó en toda la biblioteca.
Tras los exámenes pertinentes, las tres reanudaron la marcha en dirección a la habitación de la casa que habían designado como el lugar del parto de Penélope (y que estaba justo al lado del vestíbulo)
-          Esperad, esperad, esperad – dijo Penélope deteniéndose y haciendo a su vez que las otras parasen. – Lo primero de todo, aprendí a caminar sola con poco más de un año, así que no es necesario que me llevéis cual bebé – añadió soltándose de ambas. – Y lo segundo y más importante… ¡no puedo hacer esto sola! – chilló. - ¡Necesito que aviséis a las chicas! ¡Y a William! –volvió a chillar. – Sobre todo a William – explicó, mucho más calmada – porque no tenía ninguna gana de ir hoy al Parlamento, así que Sarah – dijo volviéndose hacia ella y juntando las manos como gesto de súplica – por favor, por favor, por favor, por favor ¿podrías hacerme tú ese grandísimo favor? – le preguntó con gesto dubitativo en el rostro. – Prometo que te lo compensaré con creces – le aseguró con la mano sobre el pecho y un tono de voz mucho más firme.
Sarah Parker se sabía metida en un atolladero.
Tenía muy poca resistencia a las peticiones y tonos lastimeros en general.
Era una blanda y lo sabía.
Además, a esto debía añadir que en las pocas ocasiones que había ejercido como enfermera y asistente de partos junto al doctor Phillips no había podido negarse a realizar e intentar conseguir todo aquello que la embarazada le pedía.
Y esta ocasión tampoco iba a ser diferente.
Con el añadido además de que la embarazada en cuestión era una amiga suya.
Suspiró y pidió paciencia y clemencia elevando la vista a la claraboya del techo de la biblioteca como gesto de aceptación y resignación ante la inevitabilidad de una afirmación por su parte; aunque conocía de sobra y antemano que no le iba a gustar ponerse al mando de esa misión.
-          Está bien – dijo con resignación mientras expulsaba el aire lentamente por la nariz.
Tras emitir un chillido de satisfacción/alegría y dolor conjunto, Penélope le entregó tres sobres rojos y le dio instrucciones muy precisas acerca de qué era lo que le tenía que decir al mayordomo.


            Estaba claro que el día 23 de abril de 1819 no iba a ser un día normal e igual al del resto de días del año.
            De lo contrario, un mayordomo no hubiese interrumpido de manera bastante escandalosa (y totalmente involuntaria por su parte) una sesión parlamentaria donde hasta el propio regente estaba presente; tal y como hoy había sucedido.
Así es.
            Cuando el mayordomo de los Crawford (un mayordomo joven y por tanto, sin mucha experiencia. Tan poca, que éste era su primer empleo) irrumpió en mitad de la Cámara de los Lores[10] e interrumpió el alegato a favor de la mejora de las condiciones de vida de las madres viudas que William Crawford estaba realizado justo en ese momento, se convirtió para su desgracia y horror en el centro de atención.
            Uniendo esto a la prisa que llevaba (ya que Penélope había comenzado a empujar y a gritar  en el momento en que había abandonado la casa) con el nerviosismo por este mismo motivo a una tendencia a la patosidad natural y la conversión momentánea en el centro de atención mientras que descendía las escaleras, tuvieron como resultado final el desastre más rotundo y absoluto puesto que acabó cayendo de bruces frente a su jefe.
“¿Qué demonios?” se preguntó William enfadado cuando vio interrumpido su inspirado discurso de forma repentina. “No me gusta que me interrumpan” añadió, mirando con furia al culpable de esto.
Poco le duró el enfado no obstante.
Exactamente hasta el preciso instante en que reconoció su escudo de armas bordado en la chaqueta del “desconocido”
Desconocido que resultó ser el mayordomo al que había contratado, según pudo comprobar a medida que se acercaba a su posición, descendiendo las escaleras.
“¿El mayor…? ¿Qué demonios hace aquí el mayordomo?” se preguntó confuso. “¡Ay Dios! ¡Penélope!” exclamó, añadiendo nuevos pensamientos de preocupación por su esposa a su sobrecargada y ocupada mente.
Por este motivo, se acercó presuroso a su posición acortando la distancia que los separaba.
Leyendo los pensamientos de sus jefe (sobre todo por la expresión que tenía en el rostro en esos instantes) el mayordomo decidió apresurarse e informarle de la situación para despejarle las dudas y suavizarle el gesto.
Ese fue su gran error; porque al incrementar su velocidad de descenso mirándole fijamente a él y no al suelo, tal y como había venido haciendo hasta entonces, no se dio cuenta de que la suela de su zapato se había quedado en la intersección de dos escalones y por este motivo la hebilla de su otro zapato se había enganchado en uno de los hilos de sus calcetines…
Bueno, lo único positivo de esta situación fue que terminó de bajar las escaleras en mucho menos tiempo del que había pensado en un principio.
De bruces en el suelo y a los pies del duque, levantó la vista y la cabeza para decir con cara de circunstancias (y un lo siento implícito):
-          Milord -.
-          ¿Qué estás haciendo aquí? – le preguntó con los dientes apretados mientras sonreía de manera forzada, saludaba y a la vez se disculpaba con el auditorio elevando las cejas.
-          Es la duquesa señor – le informó mientras se levantaba poco a poco del suelo e intentaba sentarse. – Se ha puesto de parto – añadió.
-          ¡¿Qué?! – gritó William (y su grito resonó en todo el Parlamento) antes de mirar disculpándose por las circunstancias y lo que estaba a punto de hacer al regente, a Jeremy y a Grey y salir corriendo escaleras arriba.
Tan precipitado fue el ascenso que al mayordomo no le dio tiempo a evitar la patada de William al iniciar su carrera; provocando que acabara sentado de culo en las escaleras siseando de dolor y no siguiéndole de pie, tal y como había sido su intención inicial.
“Lo sabía, lo sabía, lo sabía, lo sabía, ¡lo sabía!” exclamó William furioso consigo mismo mientras corría en dirección a su casa. “Nunca debí haber venido a la sesión parlamentaria” se reprendió.”Era una idea estúpida propia de un estúpido como tú” añadió. “¿A qué otro imbécil sino se le hubiera ocurrido ignorar las señales e indicadores inequívocos a este respecto?” se preguntó. “¡Idiota!” se insultó. “Ahora tu mujer está teniendo a tu hijo o hija sola y tú te lo estás perdiendo” dijo.
            Y así siguió y continuó sumido en una espiral negativa de insultos y reproches continuos la mente de William durante los dieciocho minutos[11] que tardó en realizar el trayecto desde el palacio de Westminster[12]; lugar donde se ubicaba la Cámara de los Lores, hasta su hogar en el número 30 de Oxford Street.
            Pensamientos negativos que desaparecieron de un plumazo en cuanto se cerró la puerta de su casa; ya que desde que puso sus pies en el vestíbulo por segunda vez esa mañana, su mente se concentró única y exclusivamente en su esposa.
Y así se lo hizo saber.
Por este motivo, lo primero que hizo (aparte de continuar corriendo) fue hacerle saber que había llegado; a voces.
-          ¡Penélope cariño! ¡Ya estoy aquí! – le informó.  -¡No te preocupes! ¡Todo va a salir bien! – le tranquilizó. - ¡Te quiero! – concluyó.
Esas cinco frases fueron la retahíla que William repitió una, otra y otra vez mientras que la buscaba por todas las habitaciones de la casa,
            Sabía que se encontraba allí porque le había prohibido terminantemente abandonar la cama y la casa desde que el médico le había recomendado algo de reposos; además de porque era tan avanzado el estado de gestación en el que se encontraba que le resultaba casi imposible caminar cinco pasos sin estar agotada. Y sobre todo porque escuchaba a su mujer emitiendo pequeño gemidos de dolor y a la señora Potter dándole órdenes e infundirle ánimos.
“¿Dónde demonios se habrán escondido estas dos?” se preguntaba  preocupado mientras continuaba su infructuosa búsqueda mientras que a la vez lamentaba no haber prestado más atención cuando estuvieron tratando el tema acerca de cuál sería la habitación del parto.
Tocó una puerta varias veces y, como todos sus intentos anteriores, no obtuvo respuesta alguna. Sin embargo, cuando fue a girar el picaporte para asegurarse de que estaba vacía, éste no giró.
Bingo.
Había dado con la habitación del parto.
Golpeó la puerta con más fuerza que antes y exigió que le abrieran, recordándoles que era el propietario y dueño de la casa con un tono de voz bastante amenazador.
-          ¿Qué cree que está haciendo señor? – escuchó una voz a su espalda que se lo preguntaba bastante enfadada.
Cuando William se giró, comprobó que el tono de voz se equiparaba al gesto del rostro y la pose del cuerpo de quien había formulado la pregunta.
Persona que no era otra que la señora Pine y que justo en ese momento le miraba fijamente lanzando rayos de furia por los ojos, tenía los orificios nasales dilatados de tanto expulsar pequeñas cantidades de aire por ellos, la boca encogida y apretada, los brazos cruzados y el pie tamborileando bastante deprisa mientras esperaba su respuesta.
-          ¿Usted que cree señora Pine? – le preguntó mordaz. – Buscar a mi esposa parturienta para ayudarla y reconfortarla durante el parto de nuestro hijo – añadió, como si fuera lo más obvio del mundo e incapaz de creer que no conociese de antemano la respuesta que iba a proporcionarle después de tantos años juntos.
-          Eso es muy bonito señor – respondió ella. – Y demuestra lo enamorado que está de la señora Penélope pero… ¡de ninguna manera! – exclamó rotunda negando también con vehementes negativas de la cabeza. - ¡Usted no puede entrar ahí! – le ordenó, señalándole y amenazándole con el dedo.
-          ¿Qué tonterías está diciendo señora Pine? – le preguntó él, ahora enfadándose con ella. – Es mi mujer y es mi hijo el que está a punto de nacer, así que ¡por supuesto que voy a entrar ahí! – exclamó, reintentando entrar.
-          Inténtelo – le retó ella con tono burlón. – Pero es una cosa de mujeres y dado que usted es un hombre, jamás le permitirán estar presente – añadió satisfecha.
-          Buena suerte señor – le deseó antes de desaparecer de su vista.
“¡Menuda tontería!” pensó William bufando y tomando por loca a su criada más fiel y longeva antes de reanudar los golpes y gritos a la puerta.
-          ¡Abrid la puerta u os juro que la tiraré abajo! – gritó, amenazándoles. - ¡Que ya lo he hecho una vez y puedo volver a hacerlo en breve! – les recordó.
Tras diez minutos golpeando y gritando la puerta (puerta que decidió no tirar abajo porque recordó las elevadas sumas de dinero que tuvo que desembolsar para cambiar las dos que arruinó en la capilla del embajador de Cerdeña) William decidió concederse un descanso y se retiró, poniendo algo de distancia entre él y la puerta.  
            Acción que también servía para conceder a la señora Potter y a Penélope un momento de reflexión, con el que esperaba que dejasen a un lado su extrema cabezonería y comprendieran que lo mejor para ambas era permitirle el acceso sin restricciones, porque él podría ayudarles en cualquier cosa que le pidieran.
            Estaba seguro de que en esta ocasión, cuatro manos eran mejor que dos; por muy experta en ese tema que esas dos manos fuesen.
            Por este motivo, una gran sonrisa de satisfacción se instaló en su rostro cuando vio cómo la puerta de la habitación se abría poco a poco y de ella emergía…¿Sarah Parker?
“¿Sarah Parker?” se preguntó confundido. “Pero… ¿cómo? ¿cuándo? Y lo más importante… ¿cuánto tiempo lleva aquí?” se preguntó enfadado.
-          Hola William – le saludó ella intentando no parecer aterrorizada ante su más que probable iracunda reacción.
-          Hola – le devolvió el saludo él de manera brusca antes de preguntarle directamente: - ¿Qué haces aquí y desde cuándo? -.
-          ¿Yo? – se preguntó sorprendida. – Pues… - comenzó a titubear hasta que se le ocurrió la respuesta. - … Solo venía a saludar a Penélope en el trayecto de regreso a casa después de haber entregado el nuevo artículo de Christina al editor y cuando me abrieron la puerta me encontré el “regalito” – concluyó bastante satisfecha consigo misma por haberse inventado una historia que podía ser perfectamente real. – Y en cuanto a qué hago aquí ahora es fácil: soy tu hombre en la dulce espera – le informó.
-          Mi hombre en la dulce espera – repitió William lentamente una a una las palabras de la frase para ver si de esta manera conseguí entender su significado.
Fracaso absoluto.
-          ¿Qué quieres decir con eso? – le preguntó juntando las cejas.
-          ¿No lo sabes? – le preguntó ella igual de confundida. – Pero… ¿es que el mayordomo no…? – pero no concluyó la pregunta puesto que se dio cuenta de que había estado a punto de meter la pata hasta el fondo.
Para evitar que se diera cuenta de su error garrafal, le informó de inmediato de lo que estaba a punto de suceder en su casa:
-          A estas alturas, estoy segura de que las mejores amigas de Penélope ya se han enterado de la noticia y estarán a punto de venir acompañadas por sus maridos. Así mismo, igual sucederá con Christian, con lo cual en pocas horas tu casa estará llena de personas que te ayudarán a sobrellevar este amargo trance. Peeero… hasta que eso suceda, esa va a ser mi misión – le informó. – Así que vamos – dijo, tomándole de la mano y alejándole lo más posible de esa puerta en particular haciendo caso omiso de las airadas protestas y gestos de disgusto de William con una paciencia de la que desconocía su posesión.

Tal y como Sarah anunció, poco a poco la casa se fue llenando de personas (y de voces). Lo único en lo que erró fue al establecer que las amigas de Penélope vendrían a la vez, pues no tuvo en cuenta que no vivían juntas y que dos de ellas tenían que esperar a que sus respectivos maridos regresaran de la Cámara de los Lores a sus hogares (que aunque cercanos, no situados a la misma distancia de Oxford Street) para ir juntos y, una vez en casa de los Crawford adscribirse a uno u otro equipo según el sexo.
Esta era la explicación de por qué Katherine Gold (la única amiga íntima de Penélope que continuaba soltera) ya se encontraba allí haciendo tiempo de espera flirteando descaradamente con Christian Crawford y que el matrimonio Gold acabase de llegar; felices y enamorados como recién casados.
Otra cosa que tampoco previno Sarah fue la forma en que los nervios se apoderarían de William, convirtiendo al elocuente abogado y político en completo inútil que no hacía nada a derechas (¡si incluso le costaba caminar de tanto como temblaba!).
Gracias a Dios (y a su inmensa fortuna) que tenía a los criados allí para “ayudarle” (entendiéndose ayuda como realización de todas las tareas) porque sino…hubiese quedado como un pésimo anfitrión.
Criados a los que parecía haberse incorporado de manera excepcional la propia Sarah; quien, debido a su carácter servicial y bonachón, se veía incapaz de estar quieta, callada y sentada cuando estaba bastante claro que la situación estaba superando (y mucho) a los residentes permanentes y habituales de Crawford Mansion.
Además de que tampoco eran tareas muy difíciles de realizar y por eso, no tenía que partirse el lomo mientras que las ejecutaba. Y por otra parte, existía otro motivo muy poderoso para hacerlo (puesto que nadie es altruista completamente): ese era que Christian la estaba viendo y, estaba segura de que en cuanto visitara a solas a Penélope después de que hubiese tenido al bebé, él mismo sería el encargado de pedirle un tiempo extra para que continuase ejerciendo de correctora de los artículos de Christina; tal y como había venido haciendo en ocasiones puntuales durante los últimos tres años.
¡Ding dong!
El timbre sonó nuevamente.
Pero era tal el escándalo de veces y risas mezcladas entre sí en uno de los dos saloncitos del té de la casa (lugar designado y establecido como sala de espera de manera completamente casual y fortuita) que pareció que nadie a excepción de ella lo escuchó.
“Parece ser que ahora me toca también ejercer de mayordomo” pensó con disgusto mientras se encaminaba hacia la puerta principal. “Esto le costará a Penélope la pérdida de un mes del puesto de redactora” pensó. “No” se contradijo inmediatamente. “De tres” rectificó. “Sí. Tres meses” repitió con firmeza.
Tan concentrada en su hilo de pensamientos y bastante feliz ante la perspectiva que éstos le deparaban fue Sarah Parker a abrir la puerta que solo aterrizó en el mundo real cuando levantó la vista y descubrió quiénes eran los visitantes que acababan de llamar al timbre.
Aterrizó de manera muy dolorosa además pues la sonrisa desapareció inmediatamente de sus rostros, abrió mucho los ojos por la sorpresa y perdió dos tonos de su color de piel habitual adquiriendo ésta un tono lechoso.
Pero ¿quiénes eran estos visitantes que habían provocado estos cambios corporales tan grandes en Sarah y que además también habían provocado que las piernas le flaquearan y que se agarrase con tanta fuerza a la puerta que los nidillos de sus manos se distinguían con total claridad?
Ni más ni menos que el matrimonio Appleton.
Mattheus y…Rosamund Appleton.
Rosamund Appleton; a quien no había vuelto a ver desde los “incidentes” y encontronazos de la fiesta de los Mushroom. Sobre todo, porque había sido ella quien se había encargado de evitarla.
Misión realizada con éxito hasta ese momento.
¡Menudo momento para reencontrarse!
            No solo a ella se le notó que el reencuentro había sido del todo inesperado. A la otra parte del dúo; Rosamund, le ocurrió exactamente lo mismo.
Bueno, exactamente lo mismo no.
En su caso, la sorpresa pronto se transformó en el grado sumo de enfado. Tanto, que si fuera humana y científicamente posible, los rayos que en ese instante disparaban sus ojos, hubieran fulminado a Sarah Parker en el mismo instante en que la vio.
-          Qué haces aquí – exigió (que no preguntó) saber.
A Sarah le pareció estar viviendo un déja vú con esta situación, ya que como en la fiesta de disfraces de los Mushroom la mera presencia de Rosamund la aterrorizaba de tal manera que, por más que lo intentara, era incapaz de pronunciar una palabra delante de ella.
      “¿Se está burlando de mí otra vez?” se preguntó una incrédula y bastante enfadada Rosamund. “No será capaz…” añadió.
-          Contesta – ordenó con tono militar. Pasado un tiempo y viendo que se negaba a decir nada (certificando y conformando con ello la burla hacia su persona), Rosamund perdió los últimos resquicios de la paciencia que le quedaban con la repelente señorita Sarah Parker y volvió a decir: - Contesta inmediatamente – y esperó antes de añadir: - Responde porque te recuerdo que puedo arrastrarte a la calle y emplear ahí cualquier método para sonsacarte información – le advirtió con un clarísimo tono de amenaza. – Así que, por tercera vez qué haces aquí - quiso saber esta vez con un clarísimo tono interrogativo a su petición.
Suspiró antes de añadir: - Tú lo has querido así – y dar un paso en su dirección.
La reacción instintiva de Sarah ante el acto de Rosamund fue contener el aliento y retroceder dando un paso atrás. Sin embargo, no fue lo suficientemente rápida porque ella le agarró del brazo y comenzó a tirar de su manga hacia fuera.
Cuando ya se estaba quejando del futuro dolor físico que iba a sentir por los más que probables golpes de Rosamund, una voz masculina bastante seductora vino a salvarla.
-          Rosamund… - dijo, con tono de advertencia provocando que la aludida se girara en su dirección y la olvidara momentáneamente. - ¿Qué hemos hablado acerca de las segundas oportunidades? – le preguntó Grey a modo de recordatorio.
-          ¿Tengo que recordarte que no debes prejuzgar a las personas por una mala experiencia con ellas porque hay ocasiones en que las apariencias engañan? – le preguntó con bastante rin tintín y algo de paternalismo mientras esperaba su respuesta.
Respuesta que fue un encogimiento de ojos, focalizando ahora su furia ahora en Greyford (porque sabía que tenía razón; especialmente en su historia común) y la liberación de Sarah.
Sonriente y satisfecho con su esposa, le dio un beso en la frente antes de dirigirse directamente a Sarah Parker en nombre de los dos:
-          Perdona  a Rosamund. Han sido la preocupación y los nervios los que han hablado por ella en ambas circunstancias -. Normalmente no es así – añadió. – Es bastante simpática y agradable – le informó. – De hecho, estoy seguro de que si pasarais algún tiempo juntas os caeríais bien y acabaríais siendo amigas – concluyó, sonriente y satisfecho de sí mismo.
Sarah miró incrédula y enarcando una ceja de sorpresa por la última afirmación de Grey a Rosamund y Rosamund la miró de manera despectiva mientras ambas tenían el mismo pensamiento, que era el siguiente:
“¿Amigas? ¡En la vida!” exclamaron horrorizadas ante la posible perspectiva.
El clima de incomodidad que se instaló entre los tres fue interrumpido inesperadamente por un chillido que mezclaba alegría y alivio:
-          ¡Rosamund! ¡Grey! ¡Por fin estáis aquí! – exclamó William mientras se acercaba en su dirección; momento que aprovechó Sarah para desaparecer. - ¡Qué alegría! . añadió. – Pero ¡pasad, pasad! – dijo, introduciéndoles en el interior de la casa tirando de los brazos de ambos. Ya en el vestíbulo, añadió – Sed más que bienvenidos a mi casa – justo antes de abrazar a Rosamund (para su total perplejidad) y decir junto a su oído: - No sabes lo feliz que me hace el que estés hoy aquí – y la estrechó contra él.
Rosamund alucinó con este gesto.
Tanto que se quedó en estado catatónico con la mirada perdida y la boca lo más abierta que podía durante un buen rato.
Sabía de sobra que no era santo de la devoción de William y que la consideraba la peor influencia posible para Penélope así que no dejaba de preguntarse una y otra vez a santo de qué venía este abrazo y esas palabras.
Al momento se separó de ella y les informó de la situación:
-          Verónica y Katherine ya están aquí junto a Penélope y te están esperando, Rosamund por no se qué pacto. Seguidme y os llevaré – dijo de forma atropellada y nerviosa antes de dar un pequeño brinco y comenzar a andar delante de ellos.
-          ¿Cuántos cafés se ha tomado hoy? – le preguntó Rosamund  a Grey entre dientes mientras sonreía.
-          Ni idea – le respondió él, imitando su forma de hablar. – Pero han debido ser más de la cuenta. Está poseído – añadió.
-          Hablando de otra cosa… ¿Acaba de abrazarme? – le preguntó Rosamund recelosa y aún incapaz de creérselo mientras señalaba a William.
Grey asintió.
-          ¿Hemos sido conscientes de que acaba de abrazarme? – volvió a preguntar para confirmar la noticia y acabar de creérselo.
Greyford volvió a asentir y añadió entre dientes mientras ambos comenzaban a seguirle (porque en ese mismo instante William se había girado en su dirección y les miraba con gesto contrariado al descubrir que no se habían puesto en camino inmediatamente tras él). – No se lo tengas en cuenta. Son los nervios del parto los que hablan y actúan por él -.
-          ¡Ya estoy aquí! – anunció Rosamund tras encajar la puerta.
-          Llegas tarde – le reprochó Katherine aprovechando la única situación de sus vidas en que por primera vez ella no era la tardona (y por tanto no la habían tenido que esperar) para echárselo en cara; justo como había hecho con Verónica momentos antes.
-          Aquí estamos – anunció la señora Potter cortando con esta afirmación rotunda cualquier tipo de amago o inicio de ronda de reproches entre ambas. – Bien, no es la primera vez que nos reunimos para estos menesteres, pero sí la primera en que Penélope es la parturienta – explicó. – Penélope; quien hasta ahora ha sido mi ayudante en los partos – añadió y recalcó muy bien esta última afirmación. – Lo cual me lleva a la siguiente pregunta: ¿quién va a sustituirla y ocupar su puesto hoy? – les preguntó.
Como en todas las preguntas importantes que requieren una respuesta inmediata, a este planteamiento siguió un largo e incómodo silencio acompañado de unos cruces de miradas acusadoras entre ellas para ver quién era la valiente que daba un paso al frente y se ofrecía como voluntaria.
-          Pero bueno – dijo la señora Potter bastante enfadada. - ¿Es que niguna de vosotras se va a ofrecer voluntaria para ayudar a vuestra amiga? – les preguntó con tono de reproche.
Nadie contestó y las miradas entre ellas continuaron.
-          Yo ayudaría… - dijo Penélope levantando la mano y ofreciéndose. - …Pero no puedo, dadas mis circunstancias personales actuales – añadió con tono de disculpa.
-          Yo no puedo – replicó Rosamund inmediatamente. – Sabes de sobra que me horroriza la sangre y que si la veo en abundancia vomito – añadió, tuteándola.
-          Y yo me desmayo – aclaró Katherine acto seguido.
-          ¿…Tengo….tengo que ser yo? – preguntó Verónica tragando saliva y con deje lastimero en su voz mientras se señalaba y sentía todas las miradas de la habitación fijas en ella. – Pero… - titubeó. – Pero yo soy muy buena calmando, tranquilizando y dando consejos – explicó. – A la hora de actuar… ¡no sirvo para nada! – exclamó a punto de echarse a llorar.
-          Pues tú me dirás – dijo la señora Potter. – No queda de otra que seas tú, Verónica – añadió. – A no ser que ahora mismo y como caída del cielo venga algún voluntario dispuesto y deseoso a ayudarme… - dejó caer en tono irónico, dándoles a entender con estas palabras lo disgustada y decepcionada que se sentía con ellas ante su incapacidad para prestarle su ayuda.
Justo en ese momento la puerta de la habitación se abrió y Sarah Parker hizo su entrada triunfal en ella.
Una Sarah Parker que había decidido ir a la habitación del alumbramiento únicamente para informar a Penélope de que se marchaba a casa ahora que su presencia allí era totalmente innecesaria (pues ya habían llegado todos aquellos cercanos al matrimonio y ahora los hombres se encargaban de acompañar y tranquilizar a William; que hiperventilaba en la espera).  
            El motivo de ir a despedirse personalmente con la anfitriona en circunstancia tan poco habituales respondía a u premisa de buena educación. Buena educación no reñida con el origen o procedencia social de ninguna persona.
-          Pero bueno y ¿ahora qué quieres? – le preguntó Rosamund envarada y encarándose con ella desde que entró por la puerta.
-          Yo…yo…yo…yo…yo solo venía a despedirme de Penélope  tartamudeó ella como respuesta. – Y…y… y a desearle que… tenga un parto rápido y lo más indoloro posible – añadió.
-          ¡Gracias! – exclamó Penélope sin despegar la espalda del colchón de la cama donde estaba tumbada y con las piernas abiertas, pues conocía de sobra las reacciones, acciones y medidas de miss Potter si llegaba a levantarse dos milímetros de él.
-          Entonces, ya me voy – dijo enfilando la puerta.
-          Espera un momento – ordenó miss Potter, provocando que se girara nuevamente en su dirección. – Yo te conozco – afirmó señalándola. - ¿No eres tú la chica que de vez en cuando ayuda al doctor Phillips en alguno de sus partos más complicados? – le preguntó.
Sarah asintió antes de ofrecerle la mano y presentarse oficialmente ante ella:
-          Sarah Parker. Para servirla – dijo. – Encantada – añadió.
Pero la señora Potter no le agarró la mano para apretársela y devolverle con ese gesto el saludo sino que se lanzó a abrazarla y a estrecharla contra sí:
-          ¡Gracias a Dios! – exclamó, sin dejar de plantarle besos por todo el rostro.
-          La señora Potter se ha vuelto loca – murmuró Katherine.
-          ¿Qué? – quiso saber Penélope. - ¿Qué? – repitió. - ¿Qué pasa? – preguntó.
Harta de ser ignorada deliberadamente ironizó:
-          Apreciaría enormemente que me informarais acerca de lo que está sucediendo en la habitación cuando yo no puedo verlo según mi posición actual -.
-          He encontrado a mi ayudante de partera – anunció la señora Potter feliz, provocando sorpresa general en todas las mujeres del habitáculo.
-          ¿Qué? – graznaron al unísono Rosamund y Sarah Parker, motivo por el cual Rosamund volvió a mirarla con odio.
-          No pienso repetirlo lo que todas habéis escuchado a la perfección – les informó con tono maternal. – Y dado que ninguna tiene las agallas suficientes como para ayudarme hoy, no me ha quedado de otra que buscar ayuda externa – les reprochó. – Ella – apostilló.
-          ¡Ella no puede ser vuestra ayudante! – exclamó Rosamund con evidente desdén hacia su persona.
-          Al contrario Rosamund – le rebatió la señora Potter. – Ella será mi ayudante porque ya ha hecho este trabajo antes – añadió. – Y de una manera excelente – les informó.
-          Yo seré la encargada de proporcionarle las toallas limpias y retirar las sucias – anunció Rosamund de forma solemne como única opción ante la creciente envidia que sentía porque una don nadie como Sarah Parker fuera más fuerte que ella en cuanto a la tolerancia hacia la sangre se refiere y que por este mismo motivo ella fuese la ayudante del parto. Un puesto que ( a falta de la presencia de sus hermanas o su madre) le correspondía a ella por derecho propio.
Afirmación que provocó recelo e incredulidad en todas, dado que era bien conocido por todas la facilidad y capacidad de vómito de Rosamund ante el mero hecho de la visualización de la sangre.
-          Muy bien entonces – dijo una no muy convencida señora Potter acerca del desenlace que este nuevo giro de acontecimientos provocaría en la situación inicial y principal, satisfecha e inconsciente del pique existente entre las dos mujeres: - Repartíos los puestos, esto puede comenzar – concluyó dando una palmada a modo de orden.
Y así fue como la señorita Sarah Parker; quien lo único que había querido desde que el mayordomo de los Crawford había puesto un pie en la casa a su regreso de la carrera desde el Palacio de Westminster (descubriéndola allí a ella antes que a ningún otro de los “invitados” al parto y por tanto, conociendo su presencia de antemano a este hecho) era salir huyendo a toda carrera y evitarse una reprimenda de proporciones épicas, se vio implicada y metida de lleno en una situación donde no solo compartía un reducido espacio con su mayor “enemiga” sino que encima, para que ésta tuviese una buena conclusión y fin ¡debían trabajar codo con codo! ¡Horror!
-          ¿Ves? – le preguntó Penélope a Rosamund con tono de reproche. – Al final va a resultar que nos ha venido bien la presencia de Sarah Parker aquí – concluyó sonriente.
Un bufido fue la respuesta de Rosamund antes de alejarse de la cabecera de la cama y ocupar su nueva posición junto a la señora Potter.
-          Ahora Penélope es cuando tienes que empujar – le recomendó la señora Potter.
Y Penélope empujó, empujó y empujó y gritó una, otra y otra vez… para nada; ya que de su interior no salía nada.
Conclusión: una pérdida total de tiempo porque sus intentos no sirvieron para nada.
En realidad sí que sirvió para algo.
Para dos cosas en concreto: para que Penélope se dejase la garganta con tanto grito y para que a William le diese más de un amago de infarto y le crujiesen las rodillas como a un anciano de tantas veces como se levantó y se sentó. A esto último contribuyó (y bastante) su hermano Christian con frases del tipo: “¡Uf! Esa parece dolorosa!” que no ayudaban nada a calmar su ya de por sí desbocado corazón (hoy más que de costumbre por la mezcla explosiva de los dos cafés, los tres whiskies y el habano que se había fumado en lo que llevaba de mañana y tarde”.
Frases de este tipo estaban seguidas de unas miradas de furia asesina hacia él por parte de su hermano. Afortunadamente, ahí estaban Jeremy y Grey; sus hombres en la dulce espera, cuya función principal era calmar y prestar apoyo moral (sobre todo porque ambos ya habían pasado por ese “trance”).
-          No volveré a tocarla nunca – murmuró para sí, aunque fue perfectamente audible para todos los presentes. – Juro que no volveré a tocarla nunca – repitió mientras lo negaba también con la cabeza para darle más énfasis y credibilidad a sus palabras. – Y así no volveré a tocarla nunca – añadió con firmeza, intentando autoconvencerse de ello.
-          Está gritando – dijo Jeremy. – Pero no sabemos si se queja de dolor o porque es instintivo – añadió.
Dicho comentario provocó risas e incredulidad entre el resto de hombres. Pero Jeremy había pronunciado esas palabras con perfecto conocimiento de causa y basado en sus propias experiencias vitales; ya que en los dos partos de sus esposa Verónica, ella no solo había gritado sino que habían salido de su garganta todo tipo de insultos, improperios y palabras malsonantes a todo y todos.
Justo al contrario que Penélope; quien gritaba pero no emitía palabra, para desconcierto de todos.
Mismo pensamiento que compartían todas las mujeres de la habitación que la estaban asistiendo en el parto; especialmente Verónica (muy sorprendida) y Rosamund (tremendamente orgullosa). Sabían que le dolía por los gritos, pero ella no soltaba ni una palabra que lo manifestase.
Y era cierto.
El cuerpo de Penélope estaba sacudido por el dolor, sus respiraciones eran irregulares y en ocasiones, no se veía con la suficiente fuerza y capacidad como para abastecer del oxígeno necesario a su cuerpo mientras las contracciones seguían viniendo (a cada cual más dolorosa).
-          Empuja – ordenó la señora Potter.
-          No puedo – respondió Penélope de inmediato. – Me duele – informó. - ¡Me duele mucho! – exclamó apretando y arrugando el extremo de su almohada.
-          Empuja – reordenó la señora Potter.
-          He dicho que me duele… ¡maldita sea! – exclamó. - ¡Demonios! – añadió, quejándose.
-          Pues quéjate – le dijo Verónica, limpiándole el sudor de la frente. – Si ello te alivia, hazlo – añadió dulcemente.
-          ¿Puedo? – preguntó Penélope gratamente sorprendida con una sonrisa que le iluminó el empapado de sudor rostro.
-          ¡Claro que puedes! – exclamó Verónica echándole el flequillo hacia atrás. - ¿Es que no recuerdas como yo lo hacía? – le preguntó.
-          Pero… - empujó. – Yo pensaba que… - empujó. - …Tenía que… - empujó. – Pedir permiso – concluyó con un nuevo empujón.
-          ¡Insulta Penélope! – le ordenó Katherine con un leve apretón en la pierna.
-          ¿Qué? – preguntó ella contrariada.
-          ¡Insulta! – repitió Sarah Parker con un grito.
-          - ¡Joder! ¡Cómo me duele! – gritó Penélope. - ¡No volverá a tocarme nunca! – añadió con firmeza y decisión gritando también. - ¡Lo juro! – concluyó.
-          ¡Cómo se nota que sois un matrimonio compenetrado! – se burló Christian. – Hasta en momentos como este os habéis puesto de acuerdo – añadió.
-          Me molestan y duelen sobremanera tus comentarios y gracias, hermanito – dijo entre dientes con una nueva mirada leal. – Así que cierra de una buena vez tu maldita bocaza y deja de decir más puñeteras tonterías – añadió rechinando los dientes.
-          ¿Qué te duele? – le preguntó Christian poniéndose en pie mientras se acercaba a su hermano.  - ¿Qué te duele? – volvió a preguntarle enfadado e incapaz de creerse las palabras que acababa de pronunciar su hermano. - ¿A ti? – le preguntó. – Dolor es lo que está sintiendo Penélope – le explicó. – Porque, por si lo has olvidado en algún momento de tu espera, te recuerdo que ella está intentando expulsar de dentro un pequeño ser cuya cabeza tiene el tamaño del la miniatura del globo terráqueo que me regalaste por mi decimoctavo cumpleaños – añadió. – Eso es dolor, no lo que tú dices sentir – apostilló en defensa de su amiga.
Viendo que el ambiente en ese habitáculo estaba comenzando a crisparse, Jeremy dijo:
-          Calma, calma – y enfatizó sus palabras con suaves y lentos movimientos de sus manos. – Christian, no han sido las palabras más oportunas para esta ocasión – dijo primero, regañando y mirándole fijamente; pues conocía de primera mano cómo se sentía su amigo: - Y William, relájate – le ordenó. – En poco tiempo ¡vas a ser padre! – añadió feliz.
Ambos hermanos (uno a cada lado de la sala) mellizos reaccionaron de la misma manera: enfurruñándose y cruzándose de brazos; negándose en rotundo a hablar y disculparse con el otro.
-          ¡Muy bien Penélope! – le felicitó Sarah Parker. – Continúa insultando – le dijo. – Parece que ya se ve algo – añadió.
-          ¡No…puedo! – se quejó. . ¡No puedo más! – añadió exhausta.
-          ¡Vamos Penélope! – le animó Katherine.
-          He dicho que no puedo – repitió mientras empujaba entre descanso y descanso de cada palabra pronunciada y acabó tirada en la cama emitiendo un suspiro, señal de que el dolor le había concedido una tregua. - ¡Dios! – se volvió a quejar frotándose la frente. - ¡Haced que pare! – les exigió a sus amigas con gritos.
-          No podemos Penélope – le dijo la señora Potter con tono comprensivo. – Esto solo puede acabar gracias a tu intervención – le explicó. – Y para eso necesitamos que empujes – añadió.
-          ¿En serio? – les preguntó ella con un hilo de voz y cara de pánico. - ¿Aún no se ha inventado nada para ayudar a reducir el dolor del alumbramiento? – preguntó, incapaz de creérselo mientras se enfadaba y maldecía mentalmente. - ¿Ni siquiera Grey? -  preguntó mirando directamente a Rosamund, esperanzada y con muecas de dolor.
Rosamund negó de manera casi imperceptible, avergonzada.
Penélope bufó.
Justo antes de que Sarah Parker le regañara nuevamente.
-          ¡Penélope! – le gritó, llamando su atención. - ¿Quieres maldecir como te he dicho que hagas? – le preguntó enfadada.
Como reacción ante una contracción bastante dolorosa, Penélope se incorporó de inmediato y le dijo con tono bastante amenazante y agresivo:
-          ¡He dicho que no! – exclamó. – ¡No voy a permitir que las primeras palabras que escuche mi bebé al venir al mundo sean palabrotas! - añadió. – Tengo una educación y una cultura y estoy bastante orgullosa de ellas – dijo con satisfacción. – Así que no importa el tiempo que me lleve echar al niño de aquí o lo exhausta que me deje, he dicho que no volveré a maldecir otra vez y eso es lo que voy a… ¡Oh! – gritó retorciéndose (entendiéndose retorcerse a los movimientos que los poderosos brazos de la señora Potter le permitieron) - ¡Demonios! – exclamó. - ¡Mierda! – acabó por gritar finalmente. - ¡Cómo duele!  - concluyó tocándose la barriga mientras gruñía y empujaba bastante enfadada consigo misma tras haber incumplido su promesa.
-          ¡La cabeza! – exclamó la señora Potter dando palmadas de alegría. - ¡Veo la cabeza! – repitió.
-          ¿La cabeza? – preguntó Katherine extrañada. - ¿La cabeza de qué? – volvió a preguntar.
-          ¿De qué va a ser Katie? – le preguntó una exasperada Rosamund; quien observaba junto a la señora Potter, Sarah Parker, Verónica y la recién incorporada al grupo Katherine (lo cual significaba que las dos últimas habían abandonado su lugar junto al cabecero de la cama) - ¡De ternera! – añadió irónica e incapaz de creerse que hubiese hecho esa pregunta después de tres partos.
Sin embargo, se calló al momento para observar cómo gracias a los solitarios empujones de la inesperada fortaleza de Penélope, el bebé salía poco a poco del interior del cuerpo de su madre hasta que finalmente, lo hizo.
Así al menos lo hicieron patentes sus sonoros berridos.
Berridos que fueron audibles incluso en la sala donde los hombres esperaban (im)pacientemente y que provocaron que todos se levantasen de golpe de sus respectivos asientos y comenzaran a gritar y jalear, para acabar fundiéndose en un abrazo de felicitación colectivo de grupo.
Algo parecido estaba sucediendo en la habitación del parto, donde, desde el mismo instante en que el bebé salió por completo del interior del cuerpo de Penélope, se olvidaron completamente de su presencia y comenzaron a atender, cuidar y mimar a la (sudorosa, maloliente y muy dolorida) madre recién parida.
Solo dejaron de mimarla cuando notaron una mirada penetrante y fija sobre ellas.
Cuando levantaron la vista…
Efectivamente, ahí estaba la señora Potter de brazos cruzados bufándolas y con evidente cara de disgusto.
            Ante el repentino silencio, Penélope exigió saber qué estaba ocurriendo. Cara de preocupación que aumentó al descubrir el gesto de la señora Potter ya que, inmediatamente lo relacionó con el bienestar de su bebé. Por eso, a la espera de que hablase y lo explicara, se colocó varios almohadones justo detrás de su espalda (zona del cuerpo que le dolía sobremanera al estar tanto tiempo seguido tumbada).
-          ¿Se puede saber qué he hecho yo para merecer esto? – les preguntó enfadada.

Las cuatro amigas intercambiaron miradas de incomprensión de la situación y, la vez, enarcaron la ceja para instar con ese gesto silenciosamente a que continuara hablando.
-          ¿Por qué todos vuestros bebes son niñas? – preguntó en voz alta lo que en realidad era una pregunta retórica. - ¿Cuándo pensáis tener niños? – les preguntó ahora en un clarísimo tono de reproche. – Os recuerdo que los ducados de los que sois duquesas necesitan herederos para continuar vigentes – les dijo, señalándolas con el dedo.  - ¿Y qué es necesario para eso? – les volvió a preguntar. - ¡Herederos! – se autorespondió con aspavientos de los brazos. - ¡Herederos varones! – recalcó. – He atendido ya cuatro partos vuestros con este y ¿cuál ha sido el número de niños varones? – preguntó con cierto rin tintín. – Cero – volvió a autoresponderse. - ¡Cero! – exclamó nuevamente.
-          ¡Eh! – exclamó Rosamund indignada al darse por aludida. – Créame cuando le digo señora Potter que tanto mi marido como yo nos ponemos con ello seriamente y a diario – le informó señalando ahora ella con el índice. – Eso depende de otros muchos factores – informó. – Así que ¡no nos venga ahora con reprimendas sin sentido e innecesarias! – exclamó harta.
-          ¿Es una niña entonces? – preguntó Verónica ensanchando la sonrisa a medida que iba añadiendo palabras a la pregunta.
La señora Potter asintió tras un momento de suspense y los gritos y felicitaciones a Penélope se sucedieron  Una Penélope que asentía y sonreía satisfecha y bastante orgullosa consigo misma en este aspecto. En realidad, con todo lo relacionado con el parto en general, mientras su mente repetía una y otra vez: “Amanda”.
Nombre que, a más repetía, más le gustaba.
“Pero ¿dónde está la pequeña Amanda?” se preguntaba. “¡Quiero verla!” exigió mentalmente mientras miraba de forma nerviosa a todos lados, buscándola con la mirada.
-          Sarah la está lavando y ahora mismo la traerá – le informó la señora Potter respondiendo a su pregunta no planteada.
-          ¿Eso significa que en cuanto la vea y compruebe que está completamente sana puedo salir a informarles de la noticia? – preguntó Katherine levantándose de un salto de la cama mientras la miraba con un brillo esperanzador en la mirada.
El asentimiento de la señora Potter provocó que Katherine diera chillidos, grititos y saltitos de alegría y que sus ganas de conocer a la nueva bebe Crawford de nombre desconocido se disparasen.
            Por eso, las miradas estaban fijas en Sarah y en el pequeño bebé cuando ambas regresaron a la habitación.
            Sintiéndose el centro de atención, Sarah se concentró y autobligó a no ponerse nerviosa mientras se acercaba. Este era el motivo por el cual caminaba mirando fijamente al suelo sin apartar la vista de él ni un instante durante su recorrido.
            En el preciso segundo en que levantó la vista, casi le da un patatús. Patatús que a su vez provocó que diera un pequeño traspiés.
-          ¡Ahhhh! – fue lo único que salió de su boca.
-          ¿Qué? ¿qué? ¿qué? ¿qué? – preguntaron las cuatro la vez acercándose a ella y exigiendo de inmediato una respuesta.
-          Ot…ot…ot…otr…otra…ccc…cccc…cccab…ca…ca…ca…cabe…cabeza – consiguió decir finalmente tras el ataque más grave de tartamudez nerviosa que había sufrido hasta ese momento y señalando también directamente a Penélope con su dedo índice.
Las cuatro mujeres siguieron la dirección que marcaba el dedo de Sarah Parker y…
¡Otra cabeza estaba saliendo del interior de Penélope!
Lo cual solo podía significar una cosa: ¡que iba a estrenarse en la maternidad por partida doble!
-          ¡Eh!- exclamó Penélope focalizando su atención momentáneamente en su cabeza y no en la del futuro bebé a salir. - ¿Podrías dejar de observarme la vagina directamente, por favor? – les preguntó, rechinando los dientes.
Todas contuvieron el aliento mientras se acercaban a ella en silencio y boquiabiertas por el “descubrimiento”. En el trayecto chocaron, se golpearon, trastabillaron e incluso algunas cayeron antes de volver a ocupar las posiciones que habían tenido durante el parto del bebé niña; para total desconcierto de Penélope quien, no entendía el excéntrico comportamiento de sus amigas durante los últimos diez minutos.
Verónica se arrodilló a su altura, le agarró la mano y se la apretó con fuerza antes de decirle suavemente:
-          Penélope cariño, tienes que volver a empujar – e hizo un descanso antes de añadir: - Vas a tener otro bebé -.
-          ¡¿Qué?! – preguntó gritando a causa del pánico que se había apoderado de ella. - ¡No! – exclamó inmediatamente. - ¡No! – repitió. – No, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no – añadió mientras negaba compulsivamente a una velocidad de vértigo reflejando el estado de nervios en el que se hallaba en ese instante. ¡Eso es imposible! – volvió a exclamar con el mismo tono de pánico del principio, aunque sabía de más y de sobra que el parto de dos bebés era justo lo que le estaba sucediendo.
Ahora todo encajaba y cobraba un nuevo sentido a sus ojos.
Por eso no habían funcionado ninguno de sus múltiples y variados intentos y métodos con los que había intentado averiguar previamente el sexo de su bebé. Y lo que habían arrojado algo de luz en este sentido le habían mandado mensajes contradictorios.
Ergo, el nuevo bebé que estaba por salir iba a ser niño
Esta revelación provocó que comenzase a gimotear y sollozar desconsolada, maldiciendo continuamente su “mala” suerte.
-          ¡Ay! – se quejó. – Yo no puedo tener otro bebé – añadió. – Ni siquiera sé si voy a saber hacerme cargo de uno ¿Cómo me  voy a ocupar de dos a la vez? – les preguntó mientras sollozaba de manera aún más desconsolada y se sacudía con ligeros espasmos a causa del llanto.
-          ¡Eso es Penélope! – la animó Sarah Parker. - ¡Sigue llorando! – exclamó. - ¡con tus sollozos y espasmos estás contrayendo el estómago y el bebé está saliendo poco a poco! – concluyó, sonriente.
Penélope detuvo su llanto de inmediato y con ello dejó de empujar.
-          ¡No! – graznó. - ¡no quiero dos hijos de golpe! – exclamó, rompiendo a llorar por segunda vez (aunque esta vez de manera involuntaria, sabiéndose superada por la situación y agobiándose cada vez más por este motivo).
-          Ya es demasiado tarde – le informó la señora Potter. – Tiene la cabeza fuera – añadió.
-          ¿Sí? – preguntaron todas reasomándose a la entrepierna de Penélope.
Incluso la propia madre hizo movimientos y contorsiones con la esperanza de vislumbrar mínimamente algo (y rezar porque no fuera cierto).
-          ¡Vaya! – exclamó Sarah Parker. – Es grande – añadió observando atentamente el tamaño de la cabeza del otro bebé y compararlo con el de su hermana.
-          Llama al doctor  – ordenó la señora Potter de inmediato a Sarah Parker con voz firme y autoritaria.
-          ¿El doctor? – preguntó Sarah frunciendo el entrecejo.
-          El doctor – repitió la señora Potter con un asentimiento de cabeza. -  El doctor que estoy segura que William ha contratado para el parto de Penélope aunque sabía de más y de sobra que yo iba a ser la encargada de atenderlo – añadió. – Corre – ordenó. – Ve – instó.
Sarah hizo lo que le pidieron y salió disparada hacia el saloncito de té. En cuanto entró en él (y no por cortesía) todos los hombres se pusieron en pie, convirtiéndose en el centro de sus miradas. Miradas que ella ignoró deliberadamente y, sin abrir la boca, comenzó a observar de forma concienzuda a todos y cada uno de los hombres presentes en la sala.
Fue una suerte para ella que los conociese (aunque fuese mínimamente) de ocasiones anteriores, ya que si no hubiese tenido que abrir la boca y pedirles que se identificaran (dándoles pie con ello a que la acribillasen a preguntas. Preguntas que ella no iba a responder de ninguna de las maneras). Afortunadamente, sólo había un hombre en la habitación al que jamás había visto en su vida y por tanto, solo él podía ser el doctor.
Continuando con el comportamiento silencioso y excéntrico que tuvo desde que entró por la puerta, de forma precipitada le agarró del brazo y ambos salieron corriendo de vuelta a la habitación del alumbramiento.
- Oh oh – fueron las palabras de presentación del doctor cuando entró allí y observó la cabeza incrustada entre las piernas de Penélope.
- ¿Oh oh? – preguntó Penélope. - ¿Cómo que oh oh? – añadió, comenzando a preocuparse. - ¿Qué demonios está pasando? – quiso saber.
- ¡Nada cariño! – exclamó la señora Potter, mintiéndole para intentar tranquilizarla. – En este caso oh oh es algo bueno – se inventó mientras le acariciaba la cara y volvía a apartar el flequillo de su frente.
- ¡No me tome por estúpida señora Potter! – le replicó ésta enfadada, mirándole a los ojos directamente con los suyos fuera de sus órbitas. – El hecho de que esté de parto de mi segundo hijo y de que apenas me queden fuerzas en el cuerpo no significa que haya perdido un ápice de mi inteligencia y oh oh siempre significa algo malo – concluyó su elocuente argumentación. – Así que ¿qué está pasando? – volvió a preguntar.
- Tienes razón Penélope – le respondió el doctor, convirtiéndose en el centro de atención de todas. – Es malo – añadió. Y con esta añadidura todas pusieron cara de horror. – Pero me he visto en situaciones peores y las he solucionado con éxito, así que no tienes de qué preocuparte – las tranquilizó. Y tras esas palabras se quitó la chaqueta, se subió las mangas de su camisa, se lavó las manos, se las secó y se acercó con decisión a Penélope.
- ¿Qué va a hacer? – le preguntó Katherine a Verónica entre susurros.
            - Ni idea – le  respondió ella con un encogimiento de hombros, - Pero estoy segura de que no me va a gustar verlo – añadió mientras se mordía el labio con expresión de repulsión y asco en el rostro.
Efectivamente.
Verónica no se equivocaba en su presentimiento, ya que la solución y remedio que puso el doctor a la situación viendo lo increíblemente dilatada que estaba su paciente y que ni aún así su bebé conseguía salir del todo, fue introducir poco a poco la mitad de los dedos índices de ambas manos y con ellos al sacarlos lentamente, traerse consigo al bebé.
-          ¡Ay! – se quejó la parturienta. - ¿Por qué me da la sensación de que tengo algo dentro de mí? – les preguntó a sus amigas.
Ninguna respondió.
Ya que si lo hacían tendrían que explicarle que no era una sensación y que realmente lo que estaba sucediendo era el asqueroso espectáculo que ellas estaban viendo con sus propios ojos.
Tan asqueroso que Rosamund acabó vomitando (y por primera vez no porque hubiera mucha sangre), con el consecuente olor que ello acarreó.
¿Por qué decidieron no informarla?
Porque si lo hacían ella entraría en pánico y comenzaría a retorcerse de incomodidad y también para comprobar con sus propios ojos qué era exactamente lo que estaba haciendo el doctor con los dedos dentro de ella.
Movimientos que, dada la complejidad y lo delicada de la situación en la que se encontraba su hijo, no eran los más recomendables.
Para tranquilidad de todos, el doctor cumplió con su palabra y la solución de emergencia de la situación duró mucho menos tiempo del que todas habían pensado en un principio, siendo un éxito rotundo.
¿Cómo llegaron a esta conclusión?
No hacía falta ser muy listos.
Sobre todo y especialmente cuando se escuchó el poderoso llanto acompañado de unos berreos de igual potencia saliendo directamente de la garganta del bebé.
-          Enhorabuena señora Crawford – la felicitó el doctor. – Acaba usted de tener un niño precioso y perfectamente sano – añadió, mostrándoselo (aún con restos de sangre) Acción para la cual Penélope tuvo que incorporarse y apoyarse sobre sus codos.
Cuando posó su mirada sobre él y le sonrió (casualidad, cansancio, ambas o ninguna e incluso porque se diera la opción de que su hijo fuera más inteligente que el resto de los bebés) el niño se calló.
El escuchar nuevamente el llanto del bebé hizo que los hombres de la sala alcanzaran nuevos niveles de alarmismo.
-          ¿Es normal que el recién nacido llore dos veces seguidas tras nacer? – les preguntó William a los hombres que habían sido padres allí presentes.
Cierto.
A priori podría parecer una pregunta estúpida pero él no tenía la culpa de la escasez de información con la que partía.
La culpa era de eso precisamente: de la falta de información.
            Se había vuelto loco y por más que había buscado y rebuscado entre sus propios documentos, las bibliotecas de otros nobles británicos e incluso de algunos extranjeros y…nada.
No había encontrado ni un solo documento o mención acerca de este tema en absoluto. Un error garrafal en su opinión, ya que este tipo de libros destinados al público masculino serían bastante útiles para todos.
¿Es que nadie había sido consciente de la incapacidad e inutilidad de los hombres durante todo el proceso y desarrollo del embarazo y especialmente en ese instante; donde no podían estar presentes por no se sabía qué estúpido tabú sexual?
Seguro que sí.
Y si no lo habían hecho, deberían.
Él mismo se encargaría de proponerlo.
A cualquiera que tuviera talento para escribir.
A su hermano Christian.
Y con eso de paso, contribuiría a mejorar su economía.
Sí.
Se  lo diría a Christian.
Seguro que le encantaría la idea.
-          ¡Un niño! – exclamó la señora Potter inmediatamente feliz, dando una palmada y mirándolo con orgullo. - ¡Un niño! – repitió.
-          ¡Caray señora Potter! – dijo Rosamund. – Si antes nos lo echa en cara, antes sucede – añadió.
-          Un niño – repitió Penélope para sí, suspirando de alivio, tumbándose en la cama y cerrando los ojos.
-          El duque se mostrará bastante satisfecho cuando le comunique la feliz noticia del nacimiento de su primogénito – asintió el doctor complacido.
-          Querrá decir el nacimiento de sus dos hijos – le corrigió Sarah Parker señalando la cuna donde la pequeña recién nacida dormía plácidamente y dejaba al doctor alucinando por la revelación.
-          ¡Ah no! – exclamó Katherine. -¡De eso nada! – añadió enfadada. – Ese privilegio me corresponde a mí por derecho y acuerdo común desde hace tres años, así que seré yo quien le informe de las buenas nuevas – dijo Katherine autoseñalándose. – Como he hecho siempre – concluyó.
Después de cortarle el cordón umbilical al bebé varón, limpiarlo y colocarlo junto a su hermana; quedando los dos dormidos profunda y tranquilamente, los adultos se dispusieron a abandonar la habitación para comunicarle las buenas nuevas al resto de adultos presentes en la casa.
Ahí fue cuando se dieron cuenta de la sangre.
Un hilillo de sangre que manaba del interior de Penélope.
Una Penélope a la que por más que lo intentaron, fueron incapaces de despertar o conseguir siquiera que abriera los ojos, hiciera algún gesto tranquilizador o respondiera a las preguntas que le plantearon.
-          ¡Mierda! – maldijo el doctor mientras se agachaba, desarropaba y volvía a subirle hasta la cintura la falda del camisón de Penélope para cerciorarse de que efectivamente, la parte del cuerpo de Penélope de la brotaba la sangre era el interior del útero.
Lo cual solo podía significar una sola cosa: tenía un pequeño desgarro allí.
Desgarro producido al desprenderse de mala manera la placenta del segundo de los bebés; algo muy común en los partos (y también muy grave en algunos casos, pudiendo llegar a producir fiebres puerperales[13] e incluso la muerte de la recién parturienta).
Patología común en la que él no podía hacer nada al respecto.
Por más que él lo intentara (que lo hizo; de hecho estuvo más de media hora intentando cortar completamente la hemorragia interna), ésta solo se curaría por completo dependiendo de la fortaleza de la propia madre afectada.
Una madre que, en este caso estaba agotada a causa de traer a dos bebés al mundo en muy “poco” (entendiéndose como poco al establecer comparaciones temporales con otros partos; especialmente con los de Verónica, según propias palabras de la señora Potter) tiempo en traerlos al mundo: eran poco más de las once de la noche (y Penélope había comenzado a sentir los primeros “gases” justo doce horas antes).
En tromba fue como entró el grupo de mujeres en el saloncito de espera (y del té) donde estaban los hombres. Hombres que reaccionaron y actuaron de la misma manera que en las veces anteriores; es decir, se pusieron en pie para recibirlas.
Solo que en esta ocasión, aquellos hombres que estaban casados se dirigieron hacia sus esposas, las estrecharon contra ellos y las reconfortaron.
Katherine Gold se sintió la protagonista de un déja vú  (o un viaje en el tiempo hasta hacía casi un año atrás cuando Rosamund tuvo a su hija) y donde, como hoy, estaba completamente sola en una habitación llena de gente.
Como no le gustaba nada no ser el centro de atención, rápidamente abrió la boca para felicitar a William antes de arrojarse sobre él:
-          ¡Enhorabuena milord! ¡Ya habéis sido papá! – añadió. - ¡De dos bebés! – gritó, aplaudiendo y dando saltitos.
-          ¿Dos bebés? – preguntaron los cuatro hombres al unísono.
Mucho más feliz, contenta y satisfecha  porque las cosas hubieran vuelto a su lugar y ella se convertía de nuevo en el centro de atención de la habitación (lugar para el que había nacido sin duda), Katherine asintió vigorosamente antes de repetir:
-          Sí, si. Dos bebés -. – Un niño y una niña – añadió.
William se mareó ligeramente ante el exceso de información de forma tan repentina e inesperada. Mareó que aumentó hasta el nivel de gravedad en pocos segundos y por el cual, su cara se tornó blanca como la leche (que tanto le desagradaba) y boquiabierto, tuvo que sentarse para evitar caer y golpearse la cabeza o cualquier parte de su anatomía contra el suelo.
-          ¿D…dd…ddd…dddos…b…bb…bbb…bbbe….bbbebbbeés? – terminó por preguntar. – O sea, a ver si lo entiendo – dijo, apartándose el sudor frío de la frente con el pañuelo. – ¿Lo que estás intentando decirme es que…?-
-          Ajá – asintió ella, confirmando la noticia por tercera vez consecutiva. – El ducado de Silversword ya tiene a su próximo heredero -.
-          ¡Tengo dos bebés! – gritó William poniéndose de pie de un salto y levantando los puños. - ¡Tengo dos bebés! – repitió mirando a su hermano Christian, quien correspondió a la noticia con un gran abrazo.
Gran abrazo durante el cual dieron una vuelta completa con saltos y donde Christian aprovechó para susurrarle con una gran sonrisa cómplice:
-          A Christina le va a encantar publicar la noticia en exclusiva -.
-          ¡Tengo dos hijos! – gritó el feliz papá por tercera vez extendiendo los brazos para hacérselo patente al resto de los presentes de la sala.
-          ¡Enhorabuena novato! – le respondió Jeremy con el mismo tono de alegría y efusividad antes de fundirse en otro abrazo de oso con el recién estrenado papá.
Tras el abrazo y felicitación de Grey (del que se deshizo rápidamente ya que era con el que menos confianza y relación tenía) y besar y abrazar una a una y más tarde a todas en conjunto incontables ocasiones, el William eufórico dio paso al William nervioso e hiperactivo; quien inició otra ronda de preguntas seguidas y a una velocidad tal, que era absolutamente imposible responderle:
-          ¿Y qué? ¿Qué tal? ¿Cómo son? ¿Estás bien? ¿Sanos? ¿Enteros? ¿Completos? ¿Perfectos? ¿Y Penélope? ¿Cómo está? Cómo ha recibido la noticia? ¿Puedo verla? Espero que esté descansando después de haber dado a luz porque sino vamos a tener una conversación muy seria esa señora y yo… - concluyó con cierto tono amenazante. - ¿Qué? – volvió a preguntarles. - ¿Cómo está? – les preguntó sonriente y posando su mirada fijamente sobre el rostro de cada una de las mujeres.
A medida que lo iba haciendo, éstas agachaban la cabeza y se negaban a responder a las preguntas planteadas. Hecho que  provocó en consecuencia que William se extrañara, ya que habitualmente este grupo de mujeres se caracterizaba por ser muy dicharacheras y pizpiretas.
-          Aquí hay algo que no me estás contando – dijo, levantando los dedos y señalándolas.
Tras un nuevo momento de silencio, exigió saber qué era lo que estaba sucediendo.
Transcurrido otro momento de incómodo silencio, solo Verónica se atrevió a responderle informarle de la situación real de Penélope. Eso sí, sabiendo lo delicado del tema a tratar y de cómo era íntimo a todos los presentes en la sala, se serenó e intentó tranquilizarse también ella misma tomando aire y suspirando hondamente:
-          Verás William…no todo ha salido bien durante el parto – consiguió decir con un tono de voz apenas audible.
-          ¿Qué quieres decir con eso? –le preguntó William aparentando una tranquilidad, calma y autodominio de los que carecía en ese momento, frunciendo el entrecejo.
-          El niño… era grande – explicó. – Bastante grande en realidad – rectificó. – Y Penélope…digamos…que no estaba preparada – añadió. – Por eso, necesitábamos al médico – concluyó, mirando en su dirección y pasándole el testigo de ser el narrador de tan peliaguda situación.
Pero William no quiso ni necesitó escuchar una sola palabra más: salió corriendo hacia la habitación en la que antes había tenido el acceso prohibido; abriendo la puerta de golpe:
-¡Penélope! - gritó desesperado y bastante asustado al encontrarla con una palidez nada habitual en ella, profundas ojeras y completamente rodeada de velas.
Parecía…
Parecía…
Parecía tener el mismo aspecto que una persona recién fallecida.
Y a eso no ayudaba ni contribuía nada la gran cantidad de velas presentes en la habitación, ya que en vez de contribuir a que ésta tuviese una mejor iluminación, le conferían  un aspecto similar al de un velatorio.
-          ¿Penélope? – le preguntó con pánico mientras se acercaba lentamente a la cama donde su esposa dormía.
-          Buenas noches milord – dijo el doctor a su espalda en voz baja. – Déjeme mostrarle a sus… - añadió señalando en dirección a la cuna donde sus hijos dormían plácidamente y ajenos al drama.
-          No me interesa – le interrumpió de manera tajante, sorprendiéndole. – Qué le pasa a ella – exigió saber, señalándola con la cabeza.
-          Esto… - comenzó a titubear debido a la firmeza del tono del duque. – Ha sufrido un leve desgarro en el útero provocado por el mal desprendimiento de la placenta común de sus gemelos – explicó. – He intentado cerrársela y cortar la hemorragia completamente – continuó – Pero había perdido mucha sangre para cuando nos quisimos dar cuenta del hecho – añadió. – Aunque parece que lo he conseguido. No obstante…Ahora solo depende de ella – dijo, acercándose a la altura de William – De ella y de la capacidad de cicatrización interna de su cuerpo para cerrársela por completo él mismo – concluyó.
-          ¿Qué pasaría en el caso de que esto no ocurriese? – preguntó para confirmar una respuesta que ya conocía de antemano y que no era una opción viable en este caso.
-          Que tendría una infección interna que se iría extendiendo poco a poco por el cuerpo, provocándole las llamadas fiebres puerperales y… creo que mejor no querrá saberlo – concluyó de forma abrupta su intervención en la conversación descendiendo progresivamente su tono de voz y siendo incapaz de sostenerle la mirada mientras pronunciaba la última frase.
-          Entiendo – mintió (pues no entendía lo injusta de la situación), sentándose en la cama junto a ella y tomándole la mano antes de frotársela (y comprobar con esta acción varias cosas: que no tenía fiebre y que su temperatura corporal estaba dentro de los límites de la normalidad y para ver si reaccionaba de alguna manera ante este estímulo.
El doctor se marchó y dejó a la pareja a solas.
-          Sé que debes estar agotada por el parto y por eso te permito que ahora estás dormida y descansando – le informó. – Pero mañana por la mañana espero que estás despierta a tu hora habitual; es decir, a las siete y media – le advirtió. - ¿Me oyes? –le preguntó agitando su mano. – Las siete y media – le repitió. – Ni un minuto más – le advirtió.
De pronto, le dio la sensación de que la habitación, pese a estar bastante iluminada por todas las velas que allí había, estaba demasiado oscura.
Ergo, necesitaba iluminación.
Mucha.
            Con este pensamiento en la cabeza, abandonó un instante la cabecera de la cama y comenzó a encender muchas más velas.
No las contó pero encendió las mechas de todas aquellas que consideró necesarias para recrear la luz del sol.
A Penélope le encantaba la luz solar y por tanto, ese era motivo más que necesario para la acción que había realizado: estaba seguro de que le agradaría sobremanera despertarse con una luz lo más similar posible.
Porque si había algo de lo que William estaba seguro y tenía la certeza más absoluta era de que Penélope abriría los ojos durante el transcurso de la noche.
O mañana a su hora habitual como muy tarde.
Pero acabaría por abrir los ojos.
Porque que abriera los ojos significaba que todo iba bien.
Ella despertaría dentro de muy poco y la normalidad regresa a sus vidas.
¡Cuán equivocado estaba el duque de Silversword!
Porque Penélope no solo no se despertó  durante el transcurso de la noche o de la mañana siguiente  (ni del resto del día) sino que además la fiebre (no puerperal, sino la habitual) de presencia.
Y con ella los niveles de terror y pánico de William; quien no se separó del lado de su esposa durante un solo instante, por mucho que le insistieran, rogasen o exigiesen.
No.
No podía irse a dormir, hasta que Penélope hiciese lo contrario a él mismo.
Jamás se perdonaría que le ocurriese algo a su esposa mientras que él estuviese dormido y por tanto, sin que él pudiera hacer algo por ayudarla.
No.
En cuanto ella se despertase, intercambiarían los roles.
-          Eres una dormilona perezosa – le acusó William mientras acunaba a sus hijos. – Y tus hijos han salido a ti – añadió sacándole la lengua antes de observar como los tres dormían. – No consiento que te vayas ¿me oyes? – le amenazó. No lo consiento – repitió. – Necesito que despiertes y me digas cuáles son los nombres que has decidido ponerles – continuó. – Porque a mí no me engañas señora Crawford. Estoy seguro de que has pensado en algunos nombres – le dijo. – Y yo necesito saberlos – le pidió. - ¡No quiero seguir llamándoles niño y niña! - - exclamó. – Despierta – exigió.
Para tranquilidad de todos (y en especial de William) la fiebre fue flor de día; con lo cual (en teoría) no tenía una infección y por tanto, debía despertar de un momento a otro.
El problema era precisamente ese: que no despertaba.
Y que a William se le agotaban los recursos y estrategias necesarios para conseguir que abriera los ojos: le había gritado en los cuatro idiomas que dominaba, la había zarandeado, le había introducido la mano en agua caliente (aunque no demasiado porque no quería provocarle además quemaduras), la había besado en numerosa ocasiones en los labios imitando el cuento de Blancanieves[14] (sabiendo que le gustaban mucho los cuentos y relatos populares), le había susurrado los versos de sus poemas favoritos e incluso había incluido algunos nuevos de su propia cosecha.
Pero nada.
Penélope, tan cabezota como siempre, se negaba  a obedecer sus órdenes y ruegos y despertar.
-          Penélope – dijo William con el tono de voz más serio, firme y amenazante que había empleado con ella hasta entonces.  – Despierta – le ordenó. – Ya – añadió. – Tenemos dos hijos recién nacidos. Dos – recalcó. – Y no pienso hacerme cargo de ellos yo solo – le advirtió. –Ni lo sueñes. Tú formarás también parte de su vida – vaticinó. - ¡Vamos despierta! – exclamó con tono lastimero. - ¡Despierta! – repitió.  – Va a sonarte mal pero no puedes comparar el amor que siento por ellos al amor que siento por ti – le explicó. – Te quiero – le dijo en un susurro.- Te quiero – repitió en su tono de voz habitual. - ¡Te quiero! – gritó por tercera vez.
Con este grito, los bebés se despertaron sobresaltados al momento y comenzaron a llorar.
      Y como sucedió cuando consintió en casarse con él tras varias negativas rotundas a sus peticiones matrimoniales, la simple pronunciación de esta breve declaración de amor sirvió para que Penélope reaccionase.
      William frunció el entrecejo y achicó el tamaño de sus ojos cuando le pareció haber visto que Penélope se había movido mínimamente, aunque pronto desechó esa idea por descabellada y se dedicó a procurar que los llantos de sus bebés cesasen y que se calmaran
Solo cuando se agachó junto a la cuna de sus hijos, creyó escuchar:
-          ¿Mmm? – farfulló Penélope.
-          ¿Penélope? – le preguntó esperanzado volviéndose hacia ella y acercándose otra vez a la cama. - ¿Penélope? - le volvió a preguntar entre susurros pero igual de esperanzado que la vez anterior mientras acercaba su oído a la boca de ella porque sabía de más y de sobra que dado el estado de debilidad en que se hallaba, su tono de voz no iba a ser precisamente potente.
-          Be…bés – pronunció tras mucho esfuerzo.
-          Be…bés – repitió él la palabra exactamente igual a como lo acababa de escuchar. – Bebés – repitió antes de echarse a reír a carcajadas y derramando lágrimas de felicidad porque Penélope al fin había despertado. – Sí Penélope, bebés – repitió. – Me has dado dos bebés tan perfectos y maravillosos como tú – añadió, besándole en los labios. – Unos bebés que no tienen nombres – dejó caer.
Penélope negó con la cabeza de forma mínima antes de decir:
-          Men…men…men…ti…ra -.
-          ¿Mentira? – le preguntó el sonriente, tocándole la mejilla e instándole con esta caricia a que abriera los ojos para hablar con él; cosa que hizo tras parpadear varias veces (no por completo). Así que podría decirse que los tenía entreabiertos.
-          A…A…A…Amanda – artículo ella.
-          ¿Amanda? – le preguntó él para confirmárselo, Penélope asintió ligeramente con la cabeza y el repitió Amanda  ensanchando su sonrisa. – Es perfecto y me encanta – dijo, volviendo a besarla suavemente en los labios.
La respuesta de Penélope fue una sonrisa igual de amplia que la de su marido.
-          ¿Y el niño? – volvió a preguntar.
Para el nombre del niño la respuesta no fue tan inmediata puesto que Penélope debía devanarse los sesos en la búsqueda de un nombre principal acorde y adecuado para el futuro duque de Silversword. Y devanarse los sesos estando exhausta después de haber estado entre la vida y la muerte durante varios días era una tarea aún más harto complicada.
Al fin habló.
Y dijo rotunda (todo lo rotundo que su estado se lo permitía):
-          John –
-          ¿John? – preguntó él para confirmar y Penélope volvió a asentir: - John – y repetir él bastante satisfecho con la segunda elección del nombre.
-          Penélope… - volvió a iniciar la conversación de forma dubitativa. – Esto te va a parecer bastante egoísta y desconsiderado por mi parte pero… ¿Puedo irme a dormir ya? – le preguntó.
Penélope enarcó la ceja debido al desconcierto que le provocó la pregunta (aunque bien es cierto que no se notaba apenas la diferencia de altura entre ambas).
-          No te lo tomes a mal cariño pero es que no he dormido un instante desde que tuviste a nuestros hijos hace ya tres días y claro… - se intentó justificar con gestos de los brazos - … necesito dormir - le informó. – Así que ¿me das permiso para que me vaya a dormir? – le preguntó. Ella asintió - ¿Me prometes que no empeorarás y ni se te va a pasar por la cabeza morirte? – le preguntó con una advertencia y amenaza implícitas de manera latente. – Bien – añadió él mucho más aliviado y tranquilo cuando vio cómo su esposa asentía otra vez dándole por ello un beso en la frente y los labios. – Descansa y recupérate porque te necesito en mi vida y te quiero muchísimo porque te necesito en mi vida y te quiero muchísimo ¿entiendes? -.
Nuevo asentimiento.
Muy a su pesar (y sobre todo porque el cansancio había ganado la batalla frente a su fortaleza corporal habitual) William se separó del lecho de Penélope y comenzó a caminar en dirección a la puerta de salida.
Eso sí, antes de salir les advirtió a sus hijos:
-          Amanda, John. Sed buenos con mamá y no la molestéis porque tiene que descansar y ponerse fuerte para poder cuidar de vosotros. Así que no quiero llantos ni ruidos que la perturben y despierten ¿de acuerdo? – les preguntó.
Como ninguno les respondió y era obvio que no iban a hacerlo, William abandonó la habitación tras mandarle un beso a su esposa.
Dos sonidos fueron lo último que escuchó Penélope antes de volver a quedarse dormida: la puerta cerrándose nuevamente hasta encajar con un ¡clic! Y acto seguido, un sonido sordo contra el suelo no identificado en primera instancia.
Segundo sonido que en realidad había sido el golpe del cuerpo de William cayendo como un peso muerto contra el suelo.
30 de abril, 1819
Justo una semana después de que los gemelos (porque el médico les aseguró que habían sido gemelos al expulsar Penélope una única placenta. Dato que Penélope confirmó como cierto y que William; ignorante total y absoluto en cualquier aspecto general o específico en lo que al parto se refiere ni se molestó en rebatir) y por tanto, apenas cuatro días después de despertar (lo que demostró a todos su extraordinaria capacidad de recuperación y fortaleza física) Penélope estaba completamente recuperada.
Incluso era capaz de caminar de caminar y dar cortos paseos por la casa (eso sí, lo hacía en las escasas ocasiones en que su marido William no estaba en casa; dado que él no lo hubiera consentido de tan sobreprotector como se había vuelto con ella).
Durante el tiempo que William estaba en casa (el cual era bastante, dado que había pospuesto indefinidamente sus ocupaciones políticas y laborales) Penélope tenía terminantemente prohibido levantarse de la cama o quedar fuera de su presencia.
Preocupaciones y atenciones que agradecía en nombre de ella y los niños, pero que estaban comenzando a resultarle exagerados.
-          Hora de dormir preciosa – le informó William asomando la cabeza por detrás de la puerta.
Porque esa era otra cuestión.
No le habían parecido suficientes los tres días en los que solo durmió al parecer; porque estaba obsesionado con que durmiese y descansase. Para él y según su desproporcionado criterio, eso se traducía en doce horas diarias de sueño al menos.
¡Doce!
¡Cuando ella estaba acostumbrada a dormir ocho horas como máximo!
-          ¿Ahora? – le preguntó mirando el reloj con evidente gesto de disgusto. - ¡No! – exclamó rotunda. Bueno, todo lo rotundo que pudo sonar el tono infantil con el que lo dijo. Tono infantil sin duda debido y potenciado por pasar tanto tiempo junto a sus bebés. Bebés que la rejuvenecían también en otro sentido.
-          ¡Es muy pronto! – bufó, cruzándose de brazos y sacándole la lengua.
-          Penélope, no seas desobediente y aprende de tus hijos – le regañó. - ¡Míralos! – exclamó, señalándolos con la mirada. – Mira lo quietos y dormidos que están – añadió. – Y ahora los mayores tomaremos su ejemplo – le explicó tranquilamente.
-          Pero, pero, pero…pero… ¡yo no tengo sueño! – protestó y se quejó con deje lastimero poniendo morritos.
-          ¡Métete en la cama! – le ordenó apartando la colcha de la misma.
-          Está bien – aceptó Penélope a regañadientes.
-          No debería hacerlo debido a tu mal comportamiento anterior pero soy un blando que te quiere y que desde hace cuatro días agradece constantemente que salieras del mundo de las brumas para decidir quedarte junto a mí y tus hijos – le explicó.  - Así que, solo por eso, voy a leerte para que te duermas – concluyó.
-          ¿Vas a leerme un cuento para dormir? – le preguntó ella inmensamente feliz y con una sonrisa que le iluminó el rostro antes de estallar en aplausos y patalear en la cama deshaciendo la mayor parte de la ropa de la zona donde ella estaba tumbada.
-          En realidad no es un cuento – dijo él.
El rostro de Penélope cambió y una mueca triste (aunque en opinión de William bastante adorable) era ahora la expresión que ocupaba su rostro.
-          Es un poema – le explicó él. – Y no. No es de John Donne – añadió. – Antes de que te vuelvas a decepcionar, te diré que la autora de lo que voy a leerte es Elizabeth Barret Browning[15] – le informó.
“¿Una autora?” se preguntó Penélope confusa. “¿Poetisa?” añadió. “A ver si me va a gustar irme a la cama temprano hoy…” pensó antes de meterse en la cama y taparse con la sábana hasta por encima del ombligo.
A William le encantaba observar con interés todas y cada una de las expresiones que se reflejaban en el rostro de su esposa. Rostro que era el espejo de su alma y su mente. Y más le gustaba sorprenderle con este tipo de detalles románticos intelectualmente hablando; ya que ambos sabían y aceptaban de buen grado que la más inteligente del matrimonio era ella.
Sonrió.
-          ¿Elizabeth Barret Browning? - preguntó ella extrañada. – No me suena absolutamente de nada – confesó avergonzada en apenas un susurro.
-          Lo sé – afirmó él dándole un beso en el pelo. – Ese fue uno de los motivos por los que lo escogí; porque no la conocías – añadió. – El otro lo descubrirás enseguida – le informó.
-          ¿Sabes? Empiezo a desear con muchas ganas que empieces a leerme ese dichoso poema – dijo con una sonrisa mientras se recostaba contra su pecho y escuchaba los rítmicos latidos de su corazón con los ojos cerrados.
-          De qué modo te amo – dijo William, provocando que Penélope se despegara de él mirándole confundida enarcando una ceja y él le respondiese llevándose el índice a la boca en un clarísimo gesto de silencio. Carraspeó antes de comenzar a recitar:

De qué modo te amo,
Deja que te cante las formas:
Te amo desde el hondo abismo
Hasta la región más alta
 que mi alma puede puede alcanzar
cuando persigo en vano
las fronteras del ser y la Gracia.
Te amo en el calmo instante de cada día
Con el sol y la tenue luz de la lámpara.
Te amo en libertad como se aspira el Bien.
Te amo con pureza como si alcanzara la Gloria.
Te amo con la pasión que puse en mis viejos lamentos
En mi fe de niña.
Te amo con la ternura que creí perder
Cuando mis santos se desvanecieron.
Te amo con cada frágil aliento
Con cada sonrisa
Y con cada lágrima de mi ser.
Y si Dios lo desea
Tras la muerte te amaré aún más.
William concluyó la lectura y cuando se disponía a leerle otro poema (dando por sentado que su mujer aún continuaría despierta) , decidió mirarla y comprobó, estupefacto, cómo ella se había quedado completamente dormida (lo cual demostraba que tenía razón y que las doce horas que le obligaba a dormir a diario le eran beneficiosas y no perjudiciales; tal y como ella se empeñaba en recalcarle) mientras que le limpiaba las lágrimas que habían brotado de sus ojos ahora cerrados.
Cerró el libro y lo depositó suavemente sobre la mesita de noche, intentando hacer el menor ruido posible y no despertar a nadie con él. Después, se deslizó poco a poco hacia dentro de la cama y las sábanas de algodón sin dejar de abrazar en ningún momento a su esposa.
Ya dentro de la cama, William miró alternativamente hacia los dos lados de la habitación: Primero a las cunas de los gemelos donde éstos, ajenos por completo a lo que les rodeaba, se hallaban inmersos en el mundo de los sueños arrullados y acunados en los brazos de Hipnos y Morfeo. Inmediatamente, miró hacia Penélope con los ojos llenos de amor por ella antes de darle su habitual beso de buenas noches y apagó de un fuerte soplido la luz de las velas
            Solo, en la penumbra de la habitación se permitió el lujo de reflexionar antes de acompañar a su familia al mundo gobernado por las dos divinidades griegas anteriormente mencionadas y sin poder ni querer evitarlo, sonrió.
¿El motivo?
Porque sabía perfectamente qué era lo que iba a soñar esta noche.
Básicamente porque era el mismo sueño que tenía desde que se casó con Penélope y éste a su vez era la causa de que reflexionara todas las noches antes de cerrar los ojos: el primer beso que ambos compartieron.
Un beso.
Un único beso que había transformado su vida por completo.
Un solitario beso que le había convertido en lo que hoy era: un hombre feliz, un esposo enamorado y un padre encantado de serlo.
Era todo lo que siempre le había pedido a la vida, así que no quería ni podía pedir más
Curioso cómo en ocasiones una acción o gesto en apariencia nimios o intrascendentes conseguían dar un giro de 180ºC, cambiar y modificar la vida de una persona.
Eso era lo que le había sucedido a él cuando rozó por primera vez los labios de Penélope con los suyos.
De forma inconsciente o tal vez muy consciente (porque desde que descubrió la poesía de Elizabeth Barret Browning había retomado viejos hábitos y costumbres y se reinteresó por la lírica) unos versos que describían a la perfección cuál había sido el inicio de su devenir amoroso vinieron a su mente mientras cerraba los ojos…
“(…)¡Sublime languidez! dulce embeleso,      
que al unir nuestros labios de repente    
prendió dos almas en la red de un beso[16]



FIN



[1]  William Shakespeare: Dramaturgo, poeta y actor ingles fallecido el 23 de abril de 1616 y Miguel de Cervantes: soldado, poeta, novelista y dramaturgo español, también fallecido el 23 de abril de 1616.
[2] Anillo: Este método consiste en utilizar un anillo y colgarlo sobre una cadena. Una vez realizado este primer paso y usarlo como péndulo sobre el vientre de la madre. Si el anillo se mueve en círculos será niña y si se mueve en línea recta, será niño.
[3] Aguja: Este método es exactamente igual que el del anillo pero enhebrando una aguja.
[4] La forma de la barriga: Método casero que consiste en fijarse en la forma de la barriga de la futura parturiente: si es redondo será niña y si es puntiagudo será niño.
[5] Los cubiertos: Método casero consistente en colocar un cuchillo y un tenedor en dos sillas diferentes para luego taparlas con sendas servilletas. Luego se pide a la futura madre que elija una de las dos; si escoge la del cuchillo será varón y si elige la del tenedor será niña.
[6]  El aceite: Método casero consistente en echar unas gotas de aceite sobre la parte más saliente del vientre. Si se desliza rápidamente será niño y si lo hace despacio será niña.
[7] Tabla china: Método matemático para averiguar el sexo del bebé basado en la observación de la tabla tras haber realizado los siguientes cálculos: A la edad de la madre se le debe añadir un año (o dos si nació en enero y febrero) y mirarlo con el mes en que se quedó embarazada.
[8] Método gitano: Método matemático para averiguar el sexo del bebé basado en la realización de los siguientes cálculos matemáticos: la edad de la madre + el mes en que se quedó embarazada. Si sale impar será niña y si sale par, niño.
[9] Cantar de los Nibelungos: Poema épico de origen germano, anónimo y del siglo XIII que narra las gestas de Sigfrido, un cazador de dragones de la corte burgundia; quien valiéndose de artificios y trucos de magia consigue casarse con la princesa Krimilda. Sin embargo, la verdad acaba por descubrirse y el traidor Gunther descubre que Sigfrido es invulnerable por haber sido bañado en sangre de dragón excepto en una pequeña parte de su espalda (lugar donde se posó una hija de tilo). Aprovechando este punto débil, le mata a traición en la orilla de un arroyo. Krimilda se refugia en la corte del rey Etzel (con quien se casa y tiene un hijo)  y deja que el tiempo transcurra hasta que pasan trece años y  en un banquete organizado por el rey, Krimilda consigue que el pueblo sea exterminado, incluyendo en esa matanza a Gunther (hermano del rey) y su esposa Brunilda.
[10] Cámara de los Lores: Cámara alta del Parlamento del Reino Unido cuyo nombre completo es Los muy honorables Lores Espirituales y Temporales del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda reunidos en el Parlamento y que está conformada como su propio nombre indica formada por lores no electos por mediante elecciones, sino que los 26 Lores Espirituales son cargos pertenecientes a obispos elegidos por su prestigio y dilatada carrera eclesiástica dentro de la Iglesia Anglicana. Los Lores Temporales son el resto y son miembros con derecho vitalicio no hereditario (actualmente) en el siglo XIX sí.
[11] Realizando cálculos matemáticos y sacando la media, una persona andando a un ritmo constante y una velocidad normal tardaría aproximadamente veinticinco minutos, pero como William va a todo correr, decidí disminuir algo el tiempo. (N.Aut)
[12] Palacio de Westminster: Lugar donde se reúnen ambas cámaras del Parlamento británico y que antes fue una antigua residencia real.
[13] Fiebres puerperales: Uno de los problemas más serios derivados del parto. Sus síntomas son:  temperatura superior a los 38 grados, acompañada de escalofríos, intenso dolor en el vientre, loquios (secreciones vaginales de sangre y líquidos) amarillentos o verdosos malolientes y en algunos casos hemorragia. Dicho estado es consecuencia de una infección provocada por la falta de higiene en la atención durante el parto o el puerperio, o bien porque una parte de la placenta puede haber quedado en el útero. Sí no se la combate, esta infección puede causar la muerte.
[14]  Blancanieves: Personaje principal de un cuento de hadas conocido mundialmente y del que hoy día existen varias candidatas históricas reales a mujeres cuyos avatares vitales inspiraron la versión de esta historia más conocida; la de los hermanos Grimm. Son: La princesa Maria Sophia Margaretha Catharina von Erthal  o la condesa Margarethe von Waldek.
[15]  Elizabeth Barret Browning: (1806-1881) fue una de las poetisas de más renombre y admiradas de la era victoriana.
[16]  Fragmento del poema titulado El primer beso del autor español Antonio Fernández Grilo, anacrónico a los protagonistas dado que nació en 1845 pero que es quien mejor describe los sentimientos y pensamientos de William al recordar su primer beso; de ahí la licencia literaria y su inclusión en el capítulo (N. Aut)